El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 8: Cuando el vínculo se quiebra.

Su voz, un trueno helado, me golpeó con la declaración más cruel imaginable.

—Yo, el Alfa Daniel Sullivan, te rechazo, Omega Milagro Oconer, como mi compañera.

El vínculo, ese lazo que creí eterno, se desgarró ante mis sentidos.

Y con él, mi corazón estalló en mil pedazos.

Un zumbido ensordecedor me invadió, mientras mis manos se aferraban al pecho, intentando contener el dolor.

Observé, atónita, cómo Daniel se alejaba, dejándome abandonada en la oscuridad del bosque. La soledad me envolvió, fría y punzante, como una daga en carne viva.

Hice un esfuerzo sobrehumano por mantenerme erguida, hasta que su silueta se fundió con la penumbra del bosque.

Entonces, el mundo se desplomó a mi alrededor. Mis rodillas cedieron y caí al suelo. Un grito desgarrador escapó de mi garganta; era un eco de mi alma rota. El dolor, una bestia salvaje, me devoró desde adentro.

Mis manos se aferraron a la tela de mi vestido, mis uñas arañaban mis brazos, buscando un ancla en la realidad.

La certeza me invadió, fría y cruel: este rechazo me estaba matando.

El fuego del dolor me consumió la cabeza, mientras mi loba interior aullaba, gemía, y se retorcía en agonía.

¿Cómo pudo infligirme tal crueldad? Él sabía que el rechazo podía ser una sentencia de muerte para una loba. ¿Acaso ese era su deseo?

La inmovilidad me atrapó, un sudario de desesperación. Si ese iba a ser mi final, ansiaba un último adiós, un susurro a mis padres, un abrazo a mi amiga. Pero el dolor, un tirano implacable, me negó incluso la fuerza para ponerme de pie.

—Diosa Luna, por favor… ayúdame —supliqué, con mi voz quebrada por el dolor.

Me retorcí en el suelo, consciente de que no había salvación posible. Esa agonía era la ley de nuestra naturaleza, una ley injusta y unilateral. El rechazado sufría, se desangraba por dentro, mientras el que rechazaba seguía adelante, impune. ¿Por qué no había castigo para él? ¿Por qué la balanza se inclinaba siempre hacia la misma dirección?

Un dolor punzante, como una daga helada, me atravesó el pecho; una sensación de pérdida irreparable. Todo se volvió pesado, mis párpados luchaban por mantenerse abiertos. La oscuridad, como un manto denso, comenzó a envolverme.

Pero antes de que me consumiera por completo, una figura oscura emergió de la penumbra. Intenté, con las últimas fuerzas que me quedaban, enfocar la mirada, descubrir quién se acercaba. Pero la oscuridad fue implacable, y me arrastró hacia su abismo.

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En la casa de Milagro, la celebración de su cumpleaños estaba en pleno apogeo. Sus padres, rodeados de sus amigos, compartían risas y anécdotas.

El ambiente era cálido y tranquilo, ajeno a la agonía que Milagro vivía en el bosque.

Adela, aunque disfrutaba de la fiesta, no podía evitar sentir un ligero desasosiego por la ausencia de su amiga. Le había enviado varios mensajes, pero Milagro no respondía.

De repente, la puerta se abrió de golpe, interrumpiendo la música y las conversaciones. Ángel, el hijo menor del Alfa, entró apresuradamente, cargando a Milagro en sus brazos.

El silencio se apoderó de la sala, las sonrisas se desvanecieron y todas las miradas se clavaron en la figura inerte de Milagro. La sorpresa y la preocupación se mezclaron en los rostros de los presentes, transformando la atmósfera festiva en un torbellino de incertidumbre.

—¿Qué le pasó? —gritó María, la madre de Milagro, corriendo hacia Ángel, con el rostro pálido de angustia.

—¿Qué le hicieron a mi niña? —preguntó Federico, su voz cargada de temor y preocupación, mientras se acercaba a Ángel.

—Necesito llegar a su habitación. Guíeme. —Ángel, con voz apremiante, fijó sus ojos en María, cortando cualquier intento de pregunta.

—Sígame, por favor —respondió María, con la voz temblorosa, sin apartar la mirada de su hija.

Ángel siguió a María hasta la habitación de Milagro. Con cuidado, la acostó en la cama. Luego, se retiró lentamente, sintiendo el peso de las miradas intensas de su padre y de Federico, que lo observaban con una mezcla de preocupación y acusación.

—¿Qué le hiciste? —preguntó el Alfa Héctor, su voz un gruñido bajo y peligroso, mientras agarraba a Ángel por el cuello, levantándolo ligeramente del suelo.

—¡Dinos la verdad, Ángel! ¿Le hiciste algo? —intervino Adela, su voz quebrada por la angustia, los ojos llenos de lágrimas por su amiga.

—La encontré en el suelo, inconsciente —afirmó Ángel, su voz clara y firme, manteniendo la compostura a pesar de la presión.

—¡Dime la verdad, Ángel! —insistió el Alfa Héctor. Su agarre se apretó, la furia se reflejaba en sus ojos—. Ella estaba con nosotros, la enviamos a buscarlos, y ahora la traes de vuelta desmayada. ¿Qué pasó? —El Alfa volvió a sacudir a Ángel, la impaciencia y el miedo nublaban su juicio.

Ángel apartó las manos de su padre con un movimiento brusco; su mirada era fija y desafiante.

—¿Yo le hice algo? —escupió con desprecio—. ¿Por qué no le preguntas a tu hijo favorito qué fue lo que él le hizo?

El silencio se apoderó de la habitación, denso y cargado de tensión. Todos observaron a Ángel, sorprendidos por su actitud desafiante y el aura oscura que lo rodeaba, algo que nunca antes habían presenciado.

—¡No permitiré que me faltes el respeto! —gritó Héctor, la furia nublaba su mente, y le propinó un golpe en la cara a Ángel sin remordimiento.

—¡No, Héctor, no lo hagas! —intervino Ángela, la Luna de la manada, su voz firme y autoritaria—. Él está diciendo la verdad, yo le creo.

—Esto es tu culpa, por haberlo mimado tanto —gruñó el Alfa, pero la mirada de Ángela, fría y penetrante, lo silenció al instante.

Sin decir una palabra más, Ángel se dio la vuelta y salió de la casa, dejando tras de sí un silencio cargado de preguntas y un ambiente de incertidumbre.

—Alfa, no se preocupe, el médico de la manada está en camino —dijo Federico, posando una mano firme en el hombro de Héctor, impidiendo que siguiera a su hijo.




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