El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 10: El eco del rechazo.

El grito desgarrador de Milagro rasgó la quietud de la noche, y sus padres, al escucharlo, corrieron aterrados hacia su habitación.

Al abrir la puerta, la encontraron acurrucada en la cama, sollozando sin consuelo.

—¿Hija, qué te ocurre? ¿Por qué lloras así? —preguntó su padre, Federico, acercándose con cautela. Su madre, María, ahogó un gemido al verla en ese estado.

Milagro negó con la cabeza, intentando recomponerse. Consciente de que su grito los había despertado, se secó las lágrimas y respondió con voz temblorosa, tragándose el nudo en la garganta.

—Solo fue una pesadilla, por eso grité. Perdónenme.

—Tranquila, hija, lo importante es que ya estás despierta. Dime, ¿cómo te sientes? ¿Por qué te desmayaste cuando fuiste a buscar a los hijos del Alfa? —inquirió su padre, con tono grave.

Milagro guardó silencio, sopesando sus palabras. El recuerdo de lo sucedido horas antes la invadió, y apretó las sábanas con fuerza, aferrándose a ellas como si fueran un salvavidas.

—¿Quién me trajo? —preguntó en un susurro apenas audible.

—Te trajo Ángel, el hijo menor del Alfa —respondió María, observando atentamente la expresión de su hija, tratando de descifrar lo que pasaba por su mente.

—Dime la verdad, Milagro. ¿Ese bueno para nada te hizo algo? No te preocupes, él no puede hacerte ningún daño ahora. Yo te protegeré, solo cuéntame la verdad —insistió su padre, Federico, con la voz cargada de ira.

—¿Qué estás diciendo, papá? Estás muy equivocado. Ángel no me hizo nada —respondió ella rápidamente.

Hizo una pausa, luchando por controlar el temblor en su voz. Decirles la verdad sería devastador, una herida abierta en el corazón de su familia. El verdadero daño no se lo había causado Ángel, sino Daniel, quien la había rechazado con crueldad, destrozando su alma. No solo por su rango, sino porque simplemente no la amaba. No podía infligirles tal dolor a sus padres, confesando que alguien había profanado un vínculo tan sagrado.

Respiró hondo, y la mentira se deslizó entre sus labios.

—Me perdí en el bosque mientras los buscaba. Me sentí débil y terminé desmayándome. Imagino que Ángel me encontró y por eso me trajo de vuelta. Debemos agradecerle por ello.

El rostro de Federico se relajó al escucharla, como si le hubieran quitado un peso enorme de encima.

—Hija, es un alivio que no te haya pasado nada malo. El médico estuvo aquí hace unas horas y nos dijo que estás muy débil. Tienes que empezar a alimentarte mejor —dijo su madre, María, con preocupación.

—Lo prometo. A partir de ahora comeré bien —respondió Milagro, bostezando.

—Entonces descansa, hija. Pase lo que pase, cuenta con nosotros —dijo su padre antes de besarla en la frente. Su madre le dio un beso en la mejilla y, con una última mirada, ambos se retiraron de la habitación.

En cuanto los vio salir, Milagro cerró la puerta con llave y corrió al baño. Abrió la ducha y, sin pensarlo, se desplomó en el suelo, abrazando sus piernas. El agua caliente golpeó su piel, pero no logró calentar el frío que congelaba su alma.

Pronto, los sollozos se convirtieron en gritos ahogados. El dolor reciente, punzante y desgarrador, se desbordó, inundándola por completo. El sentimiento de soledad la envolvió como una sombra helada. Pero lo peor no era la tristeza, sino el vacío que le carcomía el alma.

—¿Dónde estás, mi lobita? Respóndeme, por favor… —susurró entre lágrimas, con la voz quebrada y el cuerpo tembloroso.

Esperó, pero no hubo respuesta. Su pecho se oprimió aún más, como si una mano invisible le estrujara el corazón.

—Te he perdido, ¿cierto? Me has abandonado…

Un nuevo sollozo la sacudió, convulsionando su cuerpo. No podía creerlo. No podía aceptar que ahora estaba completamente sola, a la deriva en un mar de desolación.

—Esto es mi culpa… —murmuró, con la voz rota por el dolor—. No debí haber fijado mis ojos en él… Desde niña, siempre lo había querido como mi compañero. Yo lo habría aceptado sin importar su rango, sin importar nada. Pero él me rechazó. Como un cobarde, como un desalmado.

—¡Lo odio! ¡Ojalá se pudra en el infierno! —gritó, golpeándose las piernas con rabia, sintiendo cómo el dolor físico intentaba ahogar el tormento que le desgarraba el alma.

Pero ni siquiera eso pudo calmarla. El dolor siguió latiendo, punzante e implacable.

Después de llorar durante más de dos horas, liberando todo el dolor que oprimía su alma, Milagro finalmente se puso de pie. Se vistió en silencio y salió de su casa con sigilo. Sabía que sus padres aún dormían y no quería despertarlos. Ya era mayor de edad, no tenía por qué dar explicaciones.

Sin pensarlo demasiado, tomó un taxi y se dirigió directamente al hospital de la manada.

Al llegar, entró por la zona de emergencias. Sus ojos recorrieron el lugar hasta detenerse en una mujer vestida de blanco. Era una doctora muy importante dentro de la manada, una beta con un alto rango. A pesar de su estatus, había elegido dedicarse a la medicina y hacerse responsable de los enfermos y heridos de su pueblo.

—¡Doctora! —llamó Milagro con la voz aún ronca por el llanto.

La mujer vestida de blanco se acercó apresurada al escuchar su llamado.

—¿Qué ocurre, mi niña? —preguntó con interés.

—¿Podemos hablar en privado? —suplicó ella con la mirada clavada en los ojos de Lirio.

Lirio asintió y la condujo a su consultorio.

—¿Cómo están tus padres? ¿Y tú? ¿Cómo te has sentido? —preguntó con formalidad, aunque su tono denotaba cercanía. Conocía a Milagro desde que era niña y le tenía un gran aprecio.

Sin embargo, al observarla con detenimiento, su expresión se ensombreció.

—¿Por qué esa cara? ¿Has estado llorando? ¿Qué te ha sucedido?

Las palabras de Lirio fueron la gota que colmó el vaso. Milagro se derrumbó, incapaz de contenerse más.

Sin mediar palabra, dejó que las lágrimas fluyeran, convulsionando su cuerpo con sollozos profundos.




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