El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 11: El renacer.

El ambiente en el consultorio de la doctora Lirio se sintió denso, cargado de la tensión que emanaba de mí.

El silencio pesaba, interrumpido solo por el suave murmullo del aire acondicionado y el ocasional roce de las hojas de papel sobre el escritorio.

A pesar de la calidez del lugar, una corriente de frialdad parecía emanar de mi cuerpo, llenando el espacio con esta angustia silenciosa.

—Tranquila, respetaré tu decisión —dijo con amabilidad, levantándose de su silla. Se acercó y me dio unas suaves palmaditas en el hombro, intentando transmitirme consuelo.

Le sonreí con tristeza, una mueca reflejaba el dolor que aún me consumía.

—No pensemos demasiado en esto. Todos somos hijos de la diosa Selena, somos especiales —continuó la doctora con una sonrisa cálida, buscando animarme—. Seguramente ella te otorgó algún don para que sobrevivieras al rechazo.

—Milagro, me gustaría saber quién es… ¿Quién es la persona que te rechazó? —preguntó la doctora con cautela—. Te prometo que no se lo diré a nadie, puedes confiar en mí.

Bajé la mirada y, con la voz cargada de dolor, susurré:

—Es el futuro Alfa, Daniel.

Los ojos de Lirio se abrieron con sorpresa, dilatándose por la incredulidad. Se llevó una mano a los labios, reprimiendo un jadeo, y comenzó a caminar de un extremo a otro del consultorio, como si necesitara espacio para asimilar la noticia.

—¿Hablas en serio? —me preguntó, con la voz temblorosa, como si necesitara una confirmación.

—Muy en serio. Jamás mentiría sobre algo tan delicado.

La doctora se detuvo y me miró fijamente, con el ceño fruncido.

—Mili… Sabes que Daniel y yo somos amigos. Nos llevamos bien, y también soy su médico. Me sorprende en gran manera que él te haya rechazado.

Apretó los puños con rabia contenida, clavando la mirada en un punto fijo del suelo.

—Pues créelo. Tu amigo lo hizo. Cometió un error imperdonable. Por su culpa, casi muero. Ahora solo quiero recuperar a mi loba —dije, tomando mi chaqueta y mi bolso, donde guardé el frasco con el tónico.

—Eh… —la doctora tartamudeó, sorprendida por la intensidad de mi enojo—. Te creo, y tú también puedes confiar en mí.

Me detuve en la puerta y la miré con seriedad, con una advertencia en los ojos.

—Eso espero… No le digas a tu futuro Alfa lo que le pasó a mi loba —le advertí, con la voz cargada de un filo peligroso, antes de salir del consultorio y cerrar la puerta con un golpe seco.

La duda carcomió mi interior: ¿realmente podía confiar en Lirio? ¿Le ocultaría la verdad a Daniel sobre mi loba? La tristeza se transformó en ira. Estaba molesta, furiosa.

Sin embargo, intenté convencerme de que la doctora no le diría nada a nadie sobre el rechazo. Ella jamás pondría al futuro Alfa en peligro ni permitiría que las malas lenguas lo señalaran. Todos aquí eran leales a su líder.

Revisé mi teléfono y vi un mensaje de Lirio:

“Te fuiste molesta. Discúlpame por dudar, pero es extraño que Daniel te haya rechazado. Ahora lo más importante es que tomes el tónico tres veces al día. Es para que recuperes fuerzas y, ojalá, pronto puedas volver a sentir a tu loba.”

“Gracias”, respondí de inmediato, con un tono cortante.

Al llegar a casa, noté que mis padres aún dormían. Me quité los zapatos y subí las escaleras con cuidado, de puntillas.

Hoy no pensaba ir al colegio. Tomé una cucharada del remedio sabor a menta y me acosté a dormir, buscando refugio en el olvido del sueño.

Varias horas después, escuché a mi madre tocando la puerta con insistencia.

—Milagro, debes ir al colegio.

La ignoré y cerré los ojos con fuerza, aferrándome a la esperanza de que me dejara en paz. Solo necesitaba descansar, sanar las heridas que me desgarraban el alma.

Los días transcurrieron y seguí encerrada en mi habitación, rehuyendo las clases. Les dije a mis padres que me sentía débil y que volvería cuando me recuperara por completo.

Me creyeron, pues me habían visto con síntomas de gripe. Había pasado una semana. Mañana era lunes… ¿Tenía planeado ir al colegio? No me apetecía en absoluto.

Busqué un libro y me sumergí en su lectura, intentando ignorar el insistente sonido del teléfono, hasta que el sueño me venció.

Desperté sobresaltada y tanteé bajo las sábanas hasta encontrar el teléfono. Al ver el número, contesté de mala gana.

—Tienes solo diez minutos para bajar.

—Jódete, Adela.

—Jódete tú. Vas a ir, te guste o no.

—Por lo menos pregúntame si me encuentro bien.

—¡Una semana entera preguntándote lo mismo! Y siempre dices que sí, que estás engripada. No puedes faltar, Mili, hoy hay una prueba importante.

Suspiré resignada.

—Está bien…

Colgué y corrí a la ducha. Me bañé con agua fría para despejarme, luego me coloqué un vestido, unas botas y me hice una coleta de lado. Mis lentes, como siempre, no podían faltar.

Miré mi habitación, mi refugio en la soledad, donde la luz tenue se filtraba a través de las cortinas cerradas, dibujando sombras largas y melancólicas.

Los libros se amontonaban desordenadamente sobre la mesita de noche, testigos silenciosos de las horas que había pasado sumergida en sus páginas, intentando escapar de la realidad.

La cama, deshecha por el peso de mi cuerpo cansado, se convirtió en mi único consuelo, un lugar donde podía esconderme del mundo exterior y lamer mis heridas.

El aire estaba cargado de un silencio denso, roto solo por el murmullo lejano de la casa, recordándome que, a pesar de mi aislamiento, no estaba completamente sola.

Al bajar, encontré a mis padres en la cocina, la luz del sol matutino entraba por la ventana y resaltaba el vapor del café en sus tazas. Ambos se giraron sorprendidos al verme.

—¡Hija! —exclamó mi madre, con una sonrisa que iluminó su rostro—. ¡Qué alivio verte! Nos tenías muy preocupados. Tu padre y yo no sabíamos qué hacer. Mi padre se acercó y me dio un abrazo rápido, pero apretado, como si quisiera asegurarse de que estaba realmente ahí.




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