Un auto negro, con la carrocería pulida hasta el brillo, esperaba a ambos justo afuera de las imponentes puertas del colegio, reflejando el cielo ligeramente nublado.
Milagro vaciló al ver a Ángel abrirle la puerta del copiloto con una sonrisa enigmática que curvaba sus labios finos y hacía brillar sus ojos oscuros con un destello travieso.
—Móntate de una vez y no lo pienses tanto —le dijo él, su voz grave con un tono juguetón, mientras la empujaba suavemente con una mano firme en la espalda baja hacia el asiento de cuero negro y lustroso.
Milagro obedeció con una punzada de miedo frío que le recorrió la espina dorsal; la incertidumbre de no conocerlo del todo le revolvió el estómago como un remolino.
Una vez dentro del lujoso habitáculo, el cuero suave y frío bajo sus manos desprendía un aroma caro y distintivo, mezclado con una sutil fragancia masculina que emanaba de Ángel, envolviéndola en una atmósfera opulenta y desconocida.
—¿A dónde vamos? —preguntó ella, su voz apenas un susurro que se perdió en la amplitud del coche, sintiendo la suave textura del asiento bajo ella.
—Voy a venderte —respondió Ángel con una seriedad teatral, su rostro inexpresivo por un instante, antes de que una chispa de diversión bailara en sus ojos.
La reacción de Milagro fue inmediata: sus ojos se abrieron desmesuradamente, dilatándose por el terror genuino que la invadió; su respiración se aceleró y sintió un vuelco en el pecho. Ángel soltó una carcajada sonora y divertida, el sonido rico y profundo.
—¡Tonta! ¿De verdad crees que te vendería? —preguntó él, con una gran sonrisa que iluminó su rostro, mostrando sus dientes blancos y perfectos—. ¿Quieres que tu padre me mate? No, muñeca, yo jamás te haría daño. Únicamente porque eres Milagro, eres especial —afirmó, su mirada oscura clavándose en los ojos de ella, transmitiendo una intensidad que la hizo sonrojar ligeramente a pesar del miedo inicial.
Milagro pensó en sus palabras, sintiendo un ligero calor en sus mejillas. Al menos para él, ella era especial. Al menos él sí temía a su padre, el Beta de la manada, a diferencia de Daniel, que no dudó ni un segundo en rechazarla, sin importarle las consecuencias.
Luego de cerrar la puerta del copiloto con un golpe suave y sólido, Ángel rodeó el auto negro; el sol se reflejaba en su impecable superficie. Él se deslizó en el asiento del conductor con un movimiento ágil y fluido. El motor rugió suavemente, un sonido profundo y potente que vibró ligeramente a través del chasis del vehículo cuando lo encendió.
—¿Qué piensas? —le preguntó Ángel, su voz ahora más suave, interrumpiendo el torbellino de pensamientos que aún agitaban la mente de Milagro.
—¿Para dónde vamos? —volvió a preguntar ella, sintiéndose un poco más tranquila ante su tono menos amenazante e ignorando deliberadamente su pregunta anterior, prefiriendo enfocarse en lo inmediato. La curiosidad comenzó a reemplazar el miedo inicial.
—A tu casa, ¿dónde más podría llevar a una damisela en apuros? ¿Acaso querías que te llevara a una cita romántica bajo la luz de la luna? —bromeó él, guiñándole un ojo con picardía, su sonrisa dejando ver un atisbo de diversión—. Aunque no es mala idea para otro día, hoy pareces un pequeño tornado de emociones. Lo mejor es que vuelvas a tu guarida y descanses —agregó con una sonrisa burlona que no llegaba a ser cruel.
—Cállate —le espetó Milagro, sintiendo el calor subir a sus mejillas ante la palabra "cita", como si le hubieran abofeteado suavemente. No entendía por qué una punzada de irritación se mezclaba con su tristeza.
Estaba descargando su frustración y rabia con Ángel, quien, a pesar de su sarcasmo, solo intentaba ayudarla a sobrellevar ese doloroso momento.
Cerró los ojos con un suspiro cansado y se recostó en el suave cuero del asiento, sintiendo el agotamiento emocional pesar sobre ella como una manta gruesa. Un silencio cómodo se instaló en el coche, solo interrumpido por el suave ronroneo del motor y el leve murmullo del tráfico exterior.
De repente, Ángel rompió la calma con una pregunta inesperada:
—Cuando mi querido hermano te rechazó, ¿al menos tuviste el placer de abofetearlo con todas tus fuerzas, cierto?
Milagro abrió los ojos de golpe, sobresaltada por la pregunta directa y la forma en que Ángel se refería a Daniel. Lo miró con sorpresa, sus ojos aún húmedos reflejando la luz que entraba por la ventana, sin poder articular una respuesta.
—Vamos, Milagro, dime que le diste una buena bofetada. Se lo merecía por idiota —insistió Ángel, su tono ahora más serio, aunque con un brillo divertido en sus ojos oscuros.
—No hacen falta tus palabras, Ángel... me hieren más de lo que crees —respondió ella con un hilo de voz, sintiendo un nuevo nudo formarse en su garganta. Las palabras de Ángel, aunque con intención de consolar, le recordaron la humillación del rechazo.
—Solo trato de consolarte a mi manera, supongo —se justificó Ángel, suavizando su tono y lanzándole una rápida mirada de reojo, percibiendo su creciente angustia. Milagro sintió las lágrimas quemar detrás de sus párpados, acumulándose como una presa a punto de romperse.
Intentó tragarlas, contener el temblor de sus labios, pero fue inútil; el dolor era una ola que la arrastraba. Le dio una punzada de vergüenza que Ángel la viera así, deshecha y vulnerable.
No quería darle el gusto de burlarse de su debilidad, no quería confirmar el juicio que seguramente tenía de ella, aunque en ese momento se sintiera exactamente así: débil y rota.
—Continúa llorando, lo necesitas —dijo Ángel con una ternura inesperada, su voz despojada de toda burla, sorprendiendo a Milagro—. No tienes que ser fuerte todo el tiempo.
Milagro no pudo evitar que las lágrimas se desbordaran, resbalando calientes por sus mejillas. Ángel la observó con una suavidad en sus ojos oscuros que ella nunca antes había visto.
Lentamente, con el dorso de su mano, limpió delicadamente las lágrimas que resbalaban sin permiso por su piel, su tacto ligero como el roce de una pluma.