El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 15: La promesa de un cambio.

El silencio dentro de la casa envolvía todo como una manta tibia, casi reconfortante, pero Milagro no lograba sentirlo así. Su cuerpo temblaba ligeramente cuando apoyó la espalda contra la puerta recién cerrada.

El golpe leve contra la madera le recordó que estaba a salvo... o al menos, lejos. Respiraba con dificultad, como si el aire no fuera suficiente, como si cada bocanada se atascara en su pecho.

El corazón le martilleaba con tanta fuerza que temía que su madre pudiera oírlo desde el otro extremo de la casa.

Cerró los ojos por un momento, intentando calmar el temblor persistente en sus manos. Pero las imágenes en su cabeza no se detenían. Las palabras tampoco.

—¿Hija?

La voz de su madre la arrancó de golpe de ese mar de pensamientos que amenazaban con ahogarla. Su tono era suave, pero estaba cargado de una preocupación que no se podía disimular.

Milagro alzó la vista. Su madre estaba allí, de pie en medio del pasillo, con una pijama de algodón y el ceño fruncido. La luz cálida de la lámpara del pasillo dibujaba sombras suaves en su rostro, acentuando la tensión en sus facciones.

—¿Te sucede algo? ¿Estás bien? —preguntó mientras se acercaba con pasos rápidos—. ¿Por qué tan temprano...? Pareces como si hubieras visto un fantasma.

Milagro forzó una sonrisa. Una risa nerviosa escapó de sus labios, débil, quebrada. Era su escudo, su disfraz más viejo.

—Estoy bien, mamá —mintió sin mirarla directamente—. Solo... solo es un dolor de cabeza. Nada grave.

Pero su voz temblaba. Y aunque su madre no dijo nada más, Milagro sabía que no la había engañado del todo.

Su madre la observó durante unos segundos más, con esa mirada suya que parecía atravesar cualquier excusa, como si pudiera leer más allá de las palabras.

Finalmente, asintió en silencio y se acercó para acariciarle el cabello con ternura, dejando que sus dedos se deslizaran con suavidad entre los mechones castaños, antes de rodearla con un abrazo cálido que envolvió a Milagro como un escudo invisible contra el mundo.

—Ve a descansar a tu recámara, mi amor —le susurró, con una dulzura que solo una madre sabe ofrecer—. Te hará bien.

Milagro asintió. No podía confiar en su voz ahora, así que no dijo nada. Dio media vuelta y, sin mirar atrás, subió las escaleras casi corriendo, como si huyera de algo que la perseguía desde adentro. Sus pasos retumbaban en las paredes del pasillo, resonando como latidos ajenos, mientras su corazón seguía golpeando con fuerza, incapaz de encontrar reposo.

Llegó a su habitación y cerró la puerta con rapidez. El "clic" de la cerradura sonó como un suspiro de alivio. Apoyó la frente contra la madera unos segundos, intentando recuperar el aliento, pero no lo consiguió.

Finalmente, se dejó caer sobre la cama, dejando que el colchón la recibiera como un refugio blando, casi como si la abrazara. Cerró los ojos, pero no encontró descanso. El rostro de Ángel seguía ahí, nítido en su mente, como si se hubiera quedado grabado en la parte más vulnerable de su ser. Sus ojos, su voz, la cercanía de su aliento...

¿Qué me está pasando? ¿Por qué mí cuerpo reacciona así ante él? ¿Por qué cada vez que lo recuerdo, algo dentro de mí tiembla?

Pero no tuvo tiempo de encontrar respuestas. El cansancio la arrastró con fuerza, mezclado con una confusión pesada que no lograba sacudirse. En cuestión de segundos, sus párpados se rindieron y se sumergió en un sueño profundo, mientras el eco de aquel encuentro seguía latiendo suave, pero constante, en su pecho.

Milagro se hundió en la suavidad de las sábanas, y su respiración, poco a poco, se volvió más tranquila. El mundo real se desvaneció a su alrededor, y sin darse cuenta, se sumergió en un sueño que no parecía un simple producto de su imaginación… sino algo más profundo, más oscuro.

Estaba sola en un bosque lúgubre, envuelto en una neblina espesa que apenas permitía ver unos metros más allá. El aire olía a humedad rancia y a algo podrido, como si la muerte caminara entre los árboles. Las ramas crujían a su alrededor, aunque no soplaba viento alguno. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿Hola...? —murmuró con voz temblorosa.

Un eco burlón respondió desde algún rincón oculto entre las sombras.

—¿Quién anda ahí?

De pronto, una figura emergió lentamente de la niebla. Era una mujer alta, envuelta en una capa negra que parecía flotar como humo denso a su alrededor. Su rostro era pálido como la ceniza, sus ojos rojos ardían como carbones, y una sonrisa torcida marcaba sus labios llenos de malicia.

—Omega débil… —escupió con voz rasposa, cargada de desprecio—. Jamás serás la mujer del Alfa Supremo.

Milagro retrocedió un paso. El miedo le congelaba la sangre, pero la bruja avanzaba con lentitud, alzando una mano huesuda que irradiaba oscuridad.

—Si te metes en mis caminos… morirás.

Una risa cruel retumbó en todo el bosque, como si el mismo suelo se burlara de ella. De pronto, los árboles se sacudieron con violencia, crujieron, se inclinaron... como si algo enorme se moviera entre ellos, algo que no debería existir.

Milagro giró, el corazón batiéndole con una fuerza desesperada, y entonces lo vio.

Desde los arbustos, un lobo gigantesco, negro como la noche sin luna, emergió con un gruñido feroz. Sus ojos dorados brillaban con intensidad sobrenatural, y su sola presencia lo llenaba todo, imponente, salvaje, protectora. Sin vacilar, se colocó frente a Milagro, interponiéndose entre ella y la bruja, como un guardián ancestral que despertaba solo para defenderla.

—No la escuches —dijo una voz grave, que parecía salir directamente del lobo.

La bruja siseó con furia, retrocedió unos pasos, pero su mirada no se apartó de Milagro.

—Eres mía, Omega —gruñó con veneno en cada sílaba—. No escaparás de mí para siempre.

Y con una última carcajada maldita, se desvaneció en la niebla, como si nunca hubiera estado allí.




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