—¿Vas a bajar… o subo a buscarte? —dijo la voz, con una amenaza disfrazada de dulzura.
—¿Qué te sucede, hija? —preguntó su madre, acercándose con el ceño fruncido.
Milagro colgó de inmediato. Dejó el teléfono sobre la cama con manos temblorosas. Su corazón latía con fuerza, como si quisiera advertirle de algo.
—Nada… Me están esperando —respondió con rapidez, incorporándose de un salto.
Su madre se quedó quieta, sorprendida por la velocidad con la que su hija se levantó y corrió al baño. Nunca antes la había visto reaccionar así, ni siquiera en días importantes.
Escuchó el agua correr mientras Milagro se bañaba con una rapidez inusual. Minutos después, la vio salir y comenzar a arreglarse con prisa, sin pronunciar una sola palabra. Decidió no preguntar nada por el momento y se retiró de la habitación, dejándole su espacio.
Después de algunos minutos, Milagro bajó las escaleras, lista para salir. Pero su madre, incapaz de ignorar la inquietud que le provocaba esa actitud tan extraña, la detuvo suavemente con una mano. María, su madre, la observó con atención. Había algo distinto en su rostro… una urgencia que no parecía propia de una adolescente que iba al colegio.
—¿A dónde vas tan temprano? Aún falta para que empiece el colegio —preguntó con un tono entre la duda y la preocupación.
—Mamá, estoy muy atrasada con las tareas. Me voy a reunir con una compañera para ponerme al día. Vino a buscarme, no te preocupes —dijo Milagro sin mirarla a los ojos, forzando una sonrisa.
Su madre la miró con desconfianza. Algo no cuadraba. Pero tras unos segundos de silencio, suspiró y asintió con resignación.
—Está bien… Pero cuídate, ¿sí?
Milagro salió sin responder, dejando atrás la calidez del hogar… y llevando consigo un presentimiento oscuro que se aferraba a su pecho como una garra invisible.
Al llegar al carro, Milagro tocó con los nudillos la ventana del copiloto. El cristal descendió y una sonrisa ladeada apareció en el rostro de Ángel, quien, sin decir nada, abrió la puerta desde dentro. Milagro entró de inmediato, cerrando la puerta con fuerza.
—¿Estás loco? —le soltó, frunciendo el ceño, aún agitada por la carrera hasta el auto.
—Sí —respondió él con burla, alzando una ceja—. ¿Apenas te das cuenta?
—Dime, ¿realmente qué haces aquí a estas horas? —preguntó ella, aún sin relajarse, mientras se acomodaba en el asiento.
Ángel giró la llave del auto sin responder de inmediato, disfrutando del misterio. Milagro se puso el cinturón de seguridad, sintiendo la mirada de él clavada en su perfil.
—¿Quién te dio mi número? —insistió.
—Un pajarito —respondió con tono burlón.
—Adela… ¿cierto?
—Sí, ella me lo dio. Parece que ya le caigo mejor —añadió con una sonrisa de satisfacción.
Milagro rodó los ojos, sin saber si reír o enojarse.
—Vámonos ya. Si mis padres descubren que fuiste tú quien me vino a buscar, te matarán —dijo con seriedad, mirando por la ventana para asegurarse de que nadie los hubiese visto.
—Tranquila, tu padre está en la manada. Lo vi llegar… Creo que tienen problemas o algo así escuché —murmuró Ángel, como si eso explicara todo.
Ángel pisó el acelerador y el auto se puso en marcha, alejándose de la casa. Milagro, en silencio, miró por la ventana, sumida en sus pensamientos. El presentimiento que la acompañaba desde que despertó seguía presente… y ahora se mezclaba con la intriga del destino al que Ángel la llevaba.
En un momento de silencio, Milagro lo observó de reojo, notando los detalles de su rostro bajo la luz suave del amanecer. Entonces, como si lo sintiera, él giró a verla con una sonrisa pícara.
—No te vayas a enamorar de mí —dijo con descaro.
Milagro soltó una carcajada, sincera y repentina.
—Jamás.
—No digas “nunca”. Podría pasar… —respondió él, aún sonriendo, mientras se concentraba en el camino.
—En tus sueños —le lanzó ella, cruzándose de brazos y fulminándolo con la mirada, aunque no pudo evitar que se le dibujara una sonrisa en los labios.
Milagro no podía evitar sentirse preocupada. Desde hacía semanas, su padre se levantaba al amanecer y regresaba muy tarde, con el ceño fruncido y el rostro sombrío. Algo no andaba bien en la manada, y aunque no había dicho nada, su silencio pesaba más que mil palabras.
—¿Cuáles son los problemas que tienen nuestros padres? —preguntó en voz baja, girando el rostro hacia Ángel con una expresión de genuina preocupación.
Él no desvió la vista del camino. Su mandíbula se tensó ligeramente antes de responder:
—El Alfa Héctor nunca habla conmigo… así que realmente no sé, ni me importa qué problemas tenga esta manada —respondió con frialdad, apretando con más fuerza el volante justo antes de estacionar frente a un edificio inmenso.
Milagro bajó la ventanilla y se inclinó ligeramente para observar mejor. Sus ojos se abrieron con asombro al ver la arquitectura elegante del lugar, con detalles ornamentales al estilo francés, columnas de piedra clara y ventanales altos decorados con hierro forjado.
—Wow… —susurró, sin poder ocultar su impresión.
Volteó a ver a Ángel, pero él mantuvo la mirada fija al frente, con los labios apretados.
No pudo evitar pensar en lo que acababa de decir. En la indiferencia que intentaba aparentar… pero que no lograba ocultar del todo. Se preguntó cuán difícil debía ser para él crecer con un padre que no solo lo ignoraba, sino que parecía tratar mejor a su hijo adoptivo que a su propio hijo de sangre.
¿Cómo se sentía saber que su padre confiaba más en otro, en alguien como Daniel…? se preguntó Milagro en silencio, mientras lo observaba con una mezcla de compasión y curiosidad.
Ambos bajaron del auto, y los ojos de Milagro se posaron inmediatamente en el letrero elegante que coronaba la entrada: “MD PARIS”. Frunció el ceño, confundida.
¿MD PARIS? ¿Por qué Ángel la había traído allí? Se preguntó si él sabría qué tipo de lugar era: un centro de estética de lujo, famoso entre sus compañeras de universidad. Todas hablaban maravillas del sitio, pero ella jamás se había atrevido a cruzar sus puertas. Siempre le pareció un mundo ajeno… hasta ese día.