El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 17: El comienzo del cambio.

Milagro no permaneció mucho tiempo en el sillón. Apenas comenzó a acomodarse cuando la sorprendió un desayuno exquisito, dispuesto con esmero sobre una bandeja de plata: frutas frescas, panecillos tibios y una infusión aromática que endulzaba el aire.

Luego, sin darle tiempo a procesar todo lo que ocurría, la guiaron por un pasillo cubierto con alfombras de terciopelo blanco, tan suaves que sus pasos no hacían ruido. Un delicado perfume a flores recién cortadas flotaba en el ambiente, envolviéndola como un abrazo invisible.

Las paredes, bañadas por la luz dorada que emanaba de elegantes lámparas de cristal, devolvían destellos cálidos que conferían al lugar un aire de ensueño.

Aún un poco aturdida por aquella repentina opulencia, Milagro fue conducida hasta una sala amplia, de altos ventanales y columnas de mármol tallado. Cortinas de encaje color marfil colgaban con elegancia, meciéndose suavemente con la brisa.

En el centro, tres mujeres la esperaban. Llevaban delantales negros perfectamente almidonados y sonrisas tan impecables como su porte profesional.

—Vamos a comenzar con algo relajante —dijo una de ellas con voz suave—. Un baño de agua de rosas para limpiar tu energía.

Sin darle tiempo a protestar, Milagro fue guiada detrás de un biombo y le ofrecieron una bata blanca de seda. El vapor cálido ya llenaba la habitación cuando entró a la bañera. El agua era clara y delicadamente rosada, salpicada con pétalos flotantes que acariciaban su piel. Una de las mujeres comenzó a masajearle los brazos y los hombros con una esponja perfumada, mientras otra le humedecía el rostro con una toalla tibia.

—Tu piel tiene potencial, solo necesita un poco de amor —comentó una de ellas mientras le aplicaba una mascarilla purificante. Luego vinieron las extracciones, la limpieza de poros, una exfoliación suave y, finalmente, una crema hidratante que dejó su rostro fresco y radiante.

—Tus cejas necesitan definición, cariño —dijo otra con una sonrisa traviesa mientras tomaba las pinzas—. Pero no te preocupes, realzaremos tu mirada.

Milagro sintió cómo su cuerpo se relajaba, pero por dentro maldecía a Ángel. “¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué me trajo aquí sin avisarme?”, pensaba mientras las mujeres trabajaban como hadas sobre su cuerpo.

Después del cuidado de la piel, la llevaron a una estación de estilismo. Allí, otra mujer examinó su cabello con mirada crítica.

—Cielo, tu cabello está casi muerto. No lo vamos a teñir, pero le devolveremos la vida.

Durante más de una hora, Milagro sintió cómo le aplicaban tratamientos, aceites, calor controlado y masajes capilares. Cuando terminaron, su cabello castaño y ondulado tenía un brillo que jamás había visto. Las ondas naturales caían con elegancia, suaves y sedosas como seda al tacto.

Luego llegó la parte que más la incomodaba.

—Ahora, el vestuario —anunció Madam Giselle con entusiasmo, mientras le mostraba una selección de vestidos.

Los vestidos eran elegantes, cortos, algunos con brillos, otros ceñidos a la cintura. Todos resaltaban curvas y ofrecían una imagen completamente opuesta a la ropa suelta y sencilla que Milagro solía usar.

—¿Por qué debo cambiar mi ropa? —protestó, cruzándose de brazos—. Estoy bien así.

Madam Giselle sonrió con dulzura pero firmeza.

—Porque el cambio debe ser completo, de cabeza a los pies. Hoy vas a descubrir otra versión de ti. Una más fuerte, más segura… más tú.

Milagro negó con la cabeza, escandalizada, pero aun así, la vistieron con uno de los vestidos. Frente al espejo, apenas se reconoció.

Finalmente, una de las asistentes se acercó con una cajita de terciopelo. Tomó los lentes de Milagro sin preguntar, y al rato regresó con tres pequeñas cajas transparentes.

—De ahora en adelante usarás lentes de contacto —dijo con una sonrisa—. Aquí tienes en distintos tonos para que combines con tu ropa y estado de ánimo. Pero estos —dijo, señalando los de color miel— te quedarán como anillo al dedo.

Milagro los miró con desconfianza, pero al probarlos, vio su reflejo y quedó en silencio. Aquella chica en el espejo no parecía ella… y a la vez, lo era. Solo que más… viva.

Milagro fue maquillada con delicadeza: sombras cálidas que resaltaban su mirada, un rubor sutil que daba vida a sus mejillas, y un labial rosado que hacía que sus labios parecieran más carnosos.

Jamás se había maquillado, así que al mirarse en el espejo, se quedó sin palabras. Frente a ella no estaba la chica tímida de siempre, sino una joven elegante, segura y deslumbrante. Sus uñas pintadas, su cabello castaño ahora rizado con ondas suaves, su rostro limpio y luminoso, y su cuerpo envuelto en aquel vestido brillante… la hacían lucir como toda una princesa.

Madam Giselle se acercó con varias bolsas en las manos. Dentro, había vestidos nuevos, perfumes finos y un estuche de maquillaje completo.

—Todo esto es para ti, querida —dijo con una sonrisa sincera.

Milagro la abrazó, agradecida, aún sin poder creer lo que acababa de vivir. Madam Giselle le devolvió el gesto con cariño, susurrándole al oído:

—Estoy a tu disposición para lo que necesites, mi Luna —dijo Madam Giselle, con una sonrisa maternal, acariciando el rostro de Milagro con delicadeza.

Ángel cruzó la puerta del salón, luego de que una de las estilistas le informara que ya habían terminado con Milagro.

Las palabras flotaron en el aire como un susurro encantado.

Mi Luna.

Milagro parpadeó, confundida. Su corazón dio un pequeño brinco sin que ella pudiera evitarlo. ¿Mi Luna? ¿Por qué la había llamado así? Se lo repitió en su mente una y otra vez mientras apretaba entre sus dedos una de las asas de las bolsas que Madam Giselle le había entregado.

Su pecho se llenó de preguntas y una inquietud suave, desconocida. Sin darse cuenta, se quedó completamente inmóvil, aún de espaldas a él, sin notar que en ese instante, Ángel ya la estaba mirando… como si la viera por primera vez.




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