En el estacionamiento de la universidad, a Milagro le temblaban ligeramente las manos mientras desabrochaba el cinturón de seguridad. El clic metálico resonó en el silencio del auto, y una punzada de incertidumbre la asaltó justo antes de abrir la puerta.
Ella se giró lentamente hacia Ángel, quien ya estaba de pie junto a su ventana. Él le ofreció una mano con una naturalidad estudiada, como si esa galantería fuera un hábito arraigado.
—Ángel… —la voz de Milagro apenas fue un susurro, obligándolo a inclinarse un poco para escuchar. Sus ojos se encontraron por primera vez desde que la familiar calle de la ciudad quedó atrás; una chispa de curiosidad danzaba en su mirada—. Antes de cruzar ese umbral… necesitaba saber algo crucial.
—Dime, Muñeca —respondió él, con una ceja elegantemente arqueada, un atisbo de diversión en sus labios ante la seriedad palpable de ella, aunque se contuvo de cualquier burla. Se apoyó contra el marco de la puerta, cruzó los brazos sobre el pecho, en una pose que irradiaba confianza.
—¿De dónde… exactamente de dónde sacaste el dinero para todo esto? —preguntó, dejando un gran silencio.
Él entrecerró los ojos ligeramente, analizando su tono.
—¿Te preocupa acaso que la generosidad de mi padre esté detrás de todo esto? —su pregunta flotó en el aire, esperando una respuesta.
Milagro asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza, sus ojos se fijaron en un punto indefinido del tapizado.
—No quiero sentir que le debo algo… al Alfa —murmuró, la confesión teñida de vergüenza.
Una sonrisa diferente iluminó el rostro de Ángel. No fue la sonrisa arrogante que solía mostrar, sino una más cálida, genuina, que suavizaba sus facciones.
—Tranquila, muñeca. Este dinero no llevab su sello. Durante mi tiempo fuera… trabajé más duro de lo que imaginas. Hice lo posible para labrarme mi propio camino. Estos fueron mis ahorros, fruto de mi esfuerzo. Nadie más tiene derecho a reclamarlos.
Milagro lo observó en un silencio denso; cada palabra resonó en su interior. Estaba asombrada e incrédula. Jamás se le ocurrió que Ángel, el chico que parecía tener el mundo a sus pies sin esfuerzo, hubiera experimentado la rudeza del trabajo. Sabía que él había vivido la soledad de la distancia por sus propios medios, porque después de tantos años, había vuelto a su hogar.
Un calor inesperado, como un brote de una flor desconocida, comenzó a expandirse en su pecho.
—Eres… tan diferente a lo que todos dicen —murmuró, la sorpresa aún palpable en su voz, una reflexión más para sí misma que una acusación para él.
—Y tú eres infinitamente más de lo que te permites creer —replicó Ángel, un guiño cómplice iluminó su rostro—. Ahora, vamos. El espectáculo apenas comienza.
Apenas sus pies tocaron el asfalto del estacionamiento, una onda de silencio palpable se propagó por el campus como una marea invisible. El murmullo constante de las conversaciones se extinguió. El bullicio de las mochilas y las risas se desvaneció.
Los estudiantes congregados en la entrada principal se quedaron petrificados. Sus movimientos se congelaron a mitad de camino, y todos observaron la llegada conjunta.
Las miradas, como dardos invisibles, se clavaron primero en Ángel —impecable en su vestimenta, irradiando una seguridad innata, envuelto en esa aura de superioridad que lo precedía—, pero luego, lenta e inexorablemente, convergieron en ella, en Milagro.
Pero esta no era la Milagro de siempre, la que pasaba desapercibida, la que se movía en los márgenes. Esta era otra Milagro. Una metamorfosis silenciosa que ahora exigía atención.
Su vestido parecía esculpido sobre su silueta; cada curva se realzaba con una gracia inesperada, como si una modista invisible hubiera tomado medidas directamente de su cuerpo. Sus rizos, antes domesticados en una sencilla coleta, ahora danzaban sueltos, atrapando los rayos del sol de la mañana y devolviéndolos en destellos dorados.
Sus pasos, aunque marcados por una leve incertidumbre inicial, adquirieron una cadencia elegante a medida que avanzaba. Un murmullo incipiente brotó entre los estudiantes, como una chispa que prendía la maleza seca, extendiéndose rápidamente hasta convertirse en un gran oleaje.
—¿Quién es ella?
—¿Milagro? ¿La misma Milagro?
—¿Qué le ha pasado? No creo que sea ella. Es una nueva estudiante.
Daniel, inmerso en una conversación despreocupada con su grupo habitual cerca de las escaleras de la entrada, sintió un impulso involuntario que lo despegó ligeramente de sus amigos.
Su ceño se contrajo imperceptiblemente, sus ojos se clavaron en la figura que avanzaba. Una sensación extraña, punzante, comenzó a agitarse en su pecho. ¿Molestia por la interrupción de la rutina? No, era algo más. Una incomodidad ante lo inesperado. ¿Podría ser… un atisbo de celos ante la transformación?
Ángel, con un movimiento posesivo y suave a la vez, deslizó su brazo alrededor de la cintura de Milagro, un gesto sutil, pero claro: ella era ahora suya y, al no poner resistencia, Ángel se aprovechó del momento para darle celos a su hermano.
La mirada de Daniel se oscureció ligeramente, un brillo de hostilidad apenas contenido cruzó por sus ojos. Milagro captó la reacción de reojo, la fugaz sombra de sorpresa y algo más que crispó sus facciones.
Y aunque su pulso le martilleaba en las sienes, esta vez no permitió que la inseguridad la doblegara. Así que levantó la barbilla, sostuvo la mirada de frente, y caminó con seguridad, la armadura invisible de alguien que había decidido florecer sin importar la sombra de la incredulidad ajena.
—Prepárate, belleza —le susurró Ángel, su sonrisa constante pero con un brillo travieso—. Porque hoy… este pequeño universo universitario será testigo de la fuerza y la capacidad que siempre tuviste, y de la deslumbrante belleza que se ocultaba tras esas gafas empañadas y esa ropa sin gracia.
Una sonrisa genuina iluminó el rostro de Milagro, una respuesta involuntaria a la calidez protectora de sus palabras, un refugio inesperado en medio de la tormenta de miradas.