Daniel permanecía como una estatua de piedra, apoyado contra una columna del patio, sus ojos verdes observaban la escena.
La chica tímida, la que se escondía en los rincones y vestía ropa holgada, ya no estaba. En su lugar, una presencia radiante emanaba seguridad, una belleza natural que ahora se revelaba, un aura que desestabilizaba incluso la confianza más arraigada.
Y lo peor, la punzada de un reconocimiento tardío que lo quemaba por dentro, era que no era el único que lo notaba.
Varios chicos, antes indiferentes a su existencia, se detenían ahora a observarla con una curiosidad palpable, murmuraban entre ellos en voz baja, sus miradas descaradas se deslizaban por cada detalle de su nueva apariencia: el corte elegante del vestido que realzaba sus curvas, el brillo sedoso de su cabello suelto ondeando con la brisa, la espontaneidad de su sonrisa al interactuar con Ángel.
Daniel apretó los dientes con fuerza, la mandíbula se le tensó por una mezcla de frustración y un remordimiento incipiente. La había tenido tan cerca… y jamás la había visto realmente.
Entonces, él levantó el rostro, su mandíbula marcada como una línea dura bajo sus ojos sombríos. Su mirada, gélida y autoritaria, recorrió brevemente al grupo de chicos que se atrevían a observarla con demasiado interés.
Un único gesto —un leve movimiento de barbilla, acompañado de un ceño fruncido que anticipaba tormenta— bastó para que todos bajaran la vista con una rapidez casi culpable, como si los hubieran sorprendido en un acto prohibido. La autoridad que emanaba, incluso sin llevar el título de Alfa, seguía siendo innegable.
Sin pronunciar palabra, Daniel se alejó de la escena. Cruzó el patio hacia la extensión verde del campo escolar con zancadas firmes, cargadas de una furia contenida.
Cada paso resonaba con la turbulencia interna que lo sacudía. «¿Qué demonios me sucede?», pensó con rabia, su mente un torbellino de confusión. «¿Por qué esta punzada repentina? ¿Por qué mis ojos se sienten irremediablemente atraídos hacia ella?»
Desde atrás, la voz aguda de Julia lo alcanzó, con ansiedad palpable.
—¡Daniel! ¿A dónde vas con esa prisa? ¡Oye, espérame! —gritó Julia.
Julia lo alcanzó a tropezones, su respiración agitada, su rostro reflejando una clara alteración.
—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
—Nada, Julia —respondió él sin dignarse a mirarla, su tono tan cortante como el filo de un cuchillo.
—¿Nada? ¿En serio? Entonces explícame por qué la mirabas de esa manera… con esos ojos tan… fijos.
Daniel se detuvo abruptamente por un instante, la espalda rígida, dándole la espalda. El silencio que le siguió hablaba más que cualquier palabra.
—¿Estás… estás sintiendo celos por esa… esa don nadie? —bufó Julia, cruzándose de brazos con una mezcla de incredulidad y desdén—. ¡Por favor, Daniel! Esa chica era una sombra. ¡Jamás alguien la notó hasta el día de hoy, que apareció con el príncipe azul!
Pero Daniel ya había reanudado su marcha, dejándola plantada en medio del sendero, sus palabras hirientes flotaban en el aire sin lograr alcanzarlo.
Su corazón martilleaba con una fuerza descontrolada. Su cabeza era un campo de batalla de pensamientos contradictorios. «Esto… esto no está bien», murmuró para sí mismo, una admisión tácita de su desconcierto. «No debería importarme en absoluto… y, sin embargo, me importa. Me importa demasiado…»
Julia no se quedó allí, humillada y furiosa. Su orgullo herido ardía con una intensidad mayor que su simple enojo. Corrió tras él, sus pasos resonaban con determinación sobre la hierba, lo alcanzó justo cuando estaba a punto de cruzar la línea imaginaria que separaba el patio del campo abierto.
—¡Daniel! ¡Ni se te ocurra seguir mirándola con esa… esa intensidad! —declaró, agarrándolo del brazo con una fuerza sorprendente, sus dedos apretaban con furia su bíceps.
Daniel se detuvo en seco, su cuerpo se tensó como una cuerda de arco. Sus ojos antes verdes se habían oscurecido, estos se clavaron en Julia, brillando con una furia apenas reprimida que amenazaba con estallar.
—¿Perdón? ¿Podrías repetir eso?
—¡Lo que has oído! —insistió Julia, su voz se quebró por la rabia y la humillación—. No tienes ningún derecho a mirarla de esa manera. ¡No puedes empezar a sentir algo por ella! ¡Tú estás conmigo!
—¿En serio vas a sacar a relucir esa farsa ahora? —replicó Daniel, él liberó su brazo de su agarre con un movimiento brusco y desdeñoso—.
—No olvides ni por un segundo que lo nuestro es una pantomima, un maldito trato para mantener contentas a nuestras manadas y a la corte de chismosos de este instituto. Detrás de las cámaras, Julia, tú y yo… no significamos absolutamente nada el uno para el otro.
Julia se quedó petrificada, su rostro palideció como si recibiera una bofetada invisible. Sus labios temblaban, incapaces de articular una respuesta inmediata.
—Lo que yo sienta, Julia, escapa por completo a tu control —añadió Daniel, su voz ahora era un susurro peligroso, sus labios se apretaron en una fina línea—. Así que no te atrevas a dictarme a quién puedo mirar o dejar de mirar.
Sin concederle una mirada más, la dejó atrás, su determinación era palpable en cada paso mientras se dirigía al bosque.
Pero antes de que pudiera entrar a este, sus amigos lo interceptaron, sus risas y comentarios banales rompieron la tensión del momento.
—¡Eh, Daniel! —gritó uno de ellos, le dio una palmada en el hombro—. ¿Viste a la novata? ¡Menudo cambio!
—Dicen que parece una diosa salida de un cuento —añadió otro, con una sonrisa burlona—. Aunque… ¿Sabías que es la misma Milagro de siempre? ¡Increíble! ¿Quién iba a decir que ese patito feo se transformaría en… semejante espectáculo?
Las risas resonaron a su alrededor, cargadas de sorpresa e incredulidad. Daniel los observó en silencio, su rostro permanecía neutro, sus ojos se inyectaron de una frialdad que los hizo callar gradualmente.