Adela no dejaba de observarla con asombro, como si no pudiera creer que la chica frente a ella fuera la misma amiga de siempre.
—¡Milagro, en serio, estas increíble! —exclamó, girándola con emoción—. ¡Mira ese cabello! ¿Y esas uñas? ¿Y esa piel? ¡Dios mío, pareces una modelo de revista!
Milagro se rió, disfrutando del momento, y comenzó a moverse de un lado a otro como si estuviera en una pasarela improvisada, mostrándole a Adela cada pequeño detalle: las uñas con brillo, el peinado cuidadosamente armado, incluso sus zapatos nuevos.
Cuando giró, Ángel se despidió con una leve sonrisa.
—Te dejo con tu amiga —añadió antes de marcharse.
Milagro lo siguió con la mirada mientras se alejaba, sintiendo una mezcla extraña entre gratitud y nostalgia.
—¿Y ese perfume? —preguntó Adela, alzando las cejas mientras olfateaba cerca de su cuello—. ¡Pares salida de una boutique de lujo!
Milagro sonrió, satisfecha, hasta que, de pronto, frunció el ceño al recordar algo. Se detuvo en seco y la miró fijamente.
—¿Por qué le diste mi número?
Adela parpadeó, confundida por la pregunta repentina. Luego soltó una carcajada.
—¿Yo? ¡Yo no le di tu número a Ángel!
Milagro la miró con una sonrisa irónica, cruzándose de brazos.
—No te dije que era Ángel.
Adela se encogió de hombros, atrapada en la evidencia.
—Bueno, ok… sí fui yo. Pero no te molestes, amiga, ¡fue lo mejor que hice en mi vida! Gracias a él ahora estás así. ¿O me vas a decir que no?
Milagro ladeó la cabeza, intentando mantener el ceño fruncido, pero terminó sonriendo.
—¿Y cómo supiste que fue él quien me ayudó con todo esto?
—Ay, por favor —Adela puso los ojos en blanco—. Si hubiera sabido que ese chico tenía el poder de hacerte brillar así, le habría dado tu número el primer día que llegó al colegio.
Ambas se echaron a reír mientras caminaban juntas hacia el edificio principal.
Los murmullos las siguieron a su paso, las miradas también, pero por primera vez, Milagro no bajó la cabeza. Caminó erguida, con su mejor amiga al lado y el corazón latiéndole con fuerza por todo lo que estaba por venir.
—¡Vamos a clases, se nos va a hacer tarde! —dijo Adela, tirando suavemente del brazo de Milagro.
Avanzaron por el pasillo hacia el aula y, al abrir la puerta, el murmullo fue inmediato. Todos se giraron a mirarla: unos con asombro, otros con envidia, y unos pocos con admiración.
Milagro sintió el calor de las miradas sobre ella, pero esta vez no se encogió en su asiento ni deseó desaparecer.
Entró con la frente en alto, con paso firme, como debía hacerlo la hija del Beta. Por mucho tiempo permitió que otros decidieran cuánto valía. Eso se había terminado. Esta vez, se iba a hacer respetar.
—Amiga —le susurró Adela mientras se acomodaban en sus asientos—, no te sientas mal porque te miren así. Tienes que estar orgullosa de la mujer en la que te has convertido.
Milagro no respondió con palabras, pero su mirada brilló con una seguridad nueva. Sonrió apenas, como si se diera permiso de creérselo por primera vez.
Se enfocó en el profesor al frente, tomó apuntes con firmeza, levantó la mano para participar, y aunque los nervios aún le daban vueltas en el pecho, su actitud había cambiado por completo. Ya no se escondía. Ahora se mostraba.
Al salir del colegio, Adela tomó a Milagro del brazo con decisión.
—¡Vamos al centro comercial, necesito consentirte más!
—Adela, no tienes que seguir comprándome cosas. Ya hiciste demasiado —respondió Milagro, con una sonrisa agradecida y un leve sonrojo en las mejillas.
—¿Quién dijo que es por ti? ¡Es por mí! —contestó riendo—. Estoy tan feliz de ver lo hermosa que estás, y necesito que el mundo también lo vea.
Entre risas, bromas y pasos que sonaban a libertad, recorrieron tienda tras tienda. Adela le compró vestidos vaporosos, pulseras con brillo, aretes de hadas y hasta unos zapatos tan elegantes que Milagro intentó devolvérselos al menos tres veces. Pero Adela no cedió. Para ella, ver a su amiga renacer era el mayor regalo.
Al atardecer, ambas caminaron por la acera con bolsas en las manos y sonrisas en el rostro, cuando una figura familiar se cruzó en su camino.
—¿Qué hacen aquí solas? —preguntó Ángel, con ese tono sereno que lo distinguía, aunque sus ojos se clavaron directamente en Milagro.
—¡De compras! —respondió Adela con una sonrisa traviesa—. ¡Tu proyecto de transformación aún no termina, y yo soy la encargada del gran cierre!
Ángel se ofreció a llevarlas a casa, y el camino fue lleno de risas, anécdotas y chistes improvisados. Pero cuando dejó a Adela en su puerta y retomó el trayecto a solas con Milagro, el ambiente cambió. El silencio entre ellos no fue incómodo, sino denso, como si cada uno llevara pensamientos que no se atrevía a decir en voz alta.
Milagro miró por la ventana del auto, con las bolsas en las piernas, sintiendo que había algo en el aire que no entendía. Cuando finalmente llegaron a su casa, se bajó en silencio. Tomó las bolsas que Adela le regaló, y también aquellas que Mandan Giselle le dio en el salón de belleza.
Antes de cerrar la puerta, lo miró.
—Gracias… por todo —le dijo con sinceridad, sintiendo que esas palabras no alcanzaban.
Ángel asintió, sin mirarla directamente. Milagro bajó la mirada por un instante, sintió un nudo en el pecho, luego se giró y caminó hacia su casa. No sabía qué estaba sintiendo, pero sabía que él ya era parte de su historia. Una historia que apenas comenzaba.
Subió los escalones con una mezcla de ansiedad y esperanza. Su corazón latía con fuerza. No por miedo, sino por la incertidumbre de lo que sus padres dirían al verla.
Al abrir la puerta, la invadió el aroma familiar de la comida casera. Su madre apareció desde la cocina, con las manos cubiertas de harina, deteniéndose en seco al verla.
—¿Milagro? —dijo en un susurro, frunciendo el ceño como si dudara de lo que veía—. ¿Milagro…?