Luego de que la campana liberara el aula, Milagro sintió el peso ligero de la primera clase disipándose de sus hombros. Su mochila pendía lánguidamente de una de sus manos mientras una sonrisa tenue danzaba en sus labios. No era un día para enmarcar, pero la tensión que la había atenazado la mañana anterior se había aflojado como una cuerda destensada. A lo lejos, la figura inconfundible de Adela se recortaba contra el bullicio de la cafetería, sentada a una mesa solitaria. El brillo travieso en sus ojos y el ademán impaciente con la cuchara en su taza de café anunciaban un chisme jugoso, recién horneado.
A pesar de que las miradas furtivas la seguían desde diversos puntos del campus –esas miradas que antes la reducían a una sombra–, ahora Milagro navegaba entre los estudiantes con la barbilla ligeramente alzada. Había florecido en la aceptación de su propia belleza, una cualidad que ya no podía ocultar bajo tierra, como una flor que irradia su color sin pedir permiso.
—¡Mila, criatura! —exclamó Adela, agitando una mano con entusiasmo—. ¡Ven, acércate! Tengo una bomba que contarte.
Milagro, con una mezcla de curiosidad y resignación, se dirigió hacia ella, dejando caer su mochila sobre la silla contigua antes de desplomarse frente a su amiga.
—¿Y ahora qué pasó? ¿Te ganaste la lotería? —Le pregunta con sarcasmo la joven.
Adela se inclina un poco hacia adelante, bajando la voz como si fuesen cómplices en una misión secreta.
—Daniel y Julia… terminaron.
Una carcajada espontánea brotó de los labios de Milagro, arqueando sus cejas con sorpresa divertida.
—¿De verdad? —articuló entre risas.
Adela también sonrió, aunque sus ojos escrutaban el rostro de su amiga con atención perspicaz.
—¿Sigues sintiendo algo por él? Sé sincera conmigo.
Milagro negó con la cabeza, limpiándose una lágrima traviesa que escapó de sus ojos.
—No, Adela. Ya pasó esa tormenta. Me da exactamente igual su telenovela. Solo me causó gracia ver a Julia hecha un mar de lágrimas… justo allá, en esa mesa —indicó discretamente con un movimiento de barbilla—. ¡Y la cara de Daniel! Parecía a punto de demoler algo.
—Normal, con la fama que se ha ganado de coleccionar corazones rotos —apostilló Adela, dejando escapar una risita cómplice.
—Seguramente. En fin, su vida no me quita el sueño, pero confieso que me alegra un poquito este final. Según él, Julia era la cumbre, la perfección, solo por tener una loba poderosa. A mí me despachó como "poca cosa", asegurando que encontraría algo "mejor". ¡Vaya que les duró ese amor eterno! —dijo, llevándose la pajilla a los labios para sorber su batido de fresa.
En su interior, una punzada de satisfacción danzaba al ritmo de una justicia poética, un pequeño y dulce sabor a revancha.
En ese preciso instante, una figura masculina alta y elegante se deslizó por detrás de Adela. Una sonrisa de seguridad enmarcaba su rostro mientras la saludaba con un beso suave en la mejilla.
—Hola, preciosa. ¿Me regalas un momento? —preguntó con una desenvoltura casi arrogante, tomando la mano de Adela sin esperar una respuesta verbal.
Adela lanzó una mirada fugaz a Milagro, una súplica silenciosa de comprensión brillando en sus ojos.
—Ya vuelvo, Mila. No te me vayas, ¿sí? —susurró antes de dejarse conducir por el joven.
Milagro observó cómo se alejaban, una sombra de preocupación frunciendo su ceño. Ese chico… Manuel, si su memoria no fallaba. Uno de los satélites más cercanos a Ángel. Encantador, sí, pero con una reputación de manipular afectos como si fueran naipes de una baraja gastada.
Y Adela no era una carta más. Era su confidente, su hermana tejida en el tapiz de otra existencia. Y nadie jugaría con ella.
La molestia la impulsó a levantarse de la silla con una determinación palpable. Su objetivo era claro y urgente: encontrar a Ángel.
Sabía de sus costumbres, de su refugio habitual en los jardines que abrazaban el edificio de ciencias. Caminó con zancadas firmes, sorteando el flujo constante de estudiantes. Su corazón martilleaba contra sus costillas, no por excitación, sino por una frustración creciente. Si alguien iba a interponerse entre Manuel y Adela, sería ella.
Milagro cruzó el jardín con la mirada centelleante, rastreando con la vista los bancos y la sombra de los árboles. Pero Ángel no estaba a la vista. Sus labios se apretaron en una fina línea de obstinación y giró sobre sus talones, negándose a rendirse tan fácilmente. Un par de chicos que jugaban despreocupadamente con una pelota la observaron al pasar, y ella no dudó en abordarlos.
—Disculpen… ¿han visto a Ángel por aquí? —preguntó con una urgencia que no admitía evasivas.
Uno de ellos, al reconocerla, le dedicó una sonrisa estudiada y coqueta.
—Sí, hace un rato subió al último piso. Siempre se aísla allá cuando busca paz.
Milagro asintió con un breve movimiento de cabeza, agradeciendo la información, y se dirigió hacia las escaleras. Un tramo, dos, tres pisos. El esfuerzo físico era insignificante comparado con la agitación que la embargaba. La rabia le arañaba la garganta, y la urgencia palpitaba en su pecho como un tambor de guerra.
Al alcanzar el último rellano, se encontró con un grupo de chicas dispersas por el suelo, sus espaldas apoyadas contra la pared fría. Sus rostros reflejaban una tristeza opaca, una decepción palpable que flotaba en el aire como un espectro silencioso.
—¿Ángel está aquí? —inquirió Milagro, la voz apenas un susurro entrecortado por la breve carrera por las escaleras. Su pecho subía y bajaba con esfuerzo, pero sus ojos mantenían una intensidad firme.
Una de las chicas levantó la mirada, sus facciones marcadas por una tristeza reciente, casi palpable. Su voz era un hilo suave, teñido de una resignación dolorida.
—Sí, está al fondo… pero está ocupado —murmuró, evitando el contacto visual.
El ceño de Milagro se profundizó, una sombra de impaciencia cruzando su rostro. Sin conceder una palabra de agradecimiento ni esperar más explicaciones, avanzó con la espalda recta, la mirada clavada en el final del pasillo y cada paso imbuido de una determinación inquebrantable. Poco le importaba la ocupación de Ángel; tenía un mensaje urgente que entregar, una línea que no estaba dispuesta a cruzar.