El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 24: El peso de ser fuerte cuando te rompen el alma.

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Milagro seguía en una parte del jardín, apoyada contra la pared con los ojos cerrados, intentando calmar la furia que hervía dentro de ella. Pero no tuvo descanso. Daniel apareció de nuevo, acercándose con pasos lentos, sin que ella lo notara al principio.

—Milagro… —dijo con voz baja, casi temblorosa—. Por favor, perdóname. Hazlo, al menos… por ser mi cumpleaños.

Milagro abrió los ojos lentamente y lo miró. Una carcajada seca y cargada de ironía escapó de su garganta.

—¿Así que eso es? —dijo con rabia contenida—. ¿Querés que te perdone solo para que vos te sientas tranquilo? ¿Para limpiar tu conciencia, cierto?

—No… no es eso. No es lo que tú piensas. Es que… sin ti, siento que voy a morir.

—¡Muérete si te da la gana! —espetó ella, acercándose con decisión—. ¡Tu vida me importa un carajo! Para mí, sos basura. No significás nada. ¿¡Entendiste!?

De un empujón lo lanzó hacia atrás, haciéndolo caer de nalgas al suelo. Daniel soltó una risa nerviosa, sin intentar levantarse.

—¿Te causa gracia? —gritó ella, con los ojos brillando de furia—. ¿Cómo podés reírte después de todo? ¿Creés que así vas a ser un buen Alfa? ¡Ni siquiera fuiste capaz de quedarte con tu pareja! ¡La rechazaste! Has roto la ley de la naturaleza… deberías ser vos el castigado.

—¿Castigado? —preguntó él, aún sentado—. ¿Y a vos quién te castigó por haber sido rechazada?

—¡Maldito imbécil! —le gritó, señalándolo con el dedo—. No sabés nada, ¡nada! Sos un cobarde, Daniel. Un cobarde que ahora viene a pedirme perdón como si eso bastara.

—Me ganaré tu perdón… te lo prometo —dijo él, con los ojos fijos en los suyos, sin moverse del suelo.

Milagro apretó los puños. Estaba furiosa… no solo con él, sino también consigo misma. No debía haber venido. Debería haberle insistido más a su madre para quedarse en casa. ¿Por qué había venido a esta maldita fiesta?

Sin decir más, se giró y entró de nuevo a la casa. Miró alrededor, buscando a sus padres. Los vio riendo y charlando con el Alfa y la Luna. Parecían tan felices, tan ajenos a todo. Pensó en acercarse y pedirles que se fueran, pero se detuvo. No quería arruinarles el momento.

Esperó a que Daniel entrara y que sus amigos lo entretuvieran. Entonces se volvió hacia la puerta. No podía estar ni un segundo más en ese lugar. Salió de la casa caminando con paso rápido hacia la puerta principal. Se estaba conteniendo. No quería llorar… pero tenía ganas de gritar. ¿Cómo se atrevía él a pedirle perdón, como si fuera tan fácil?

En cuanto estuviera lejos, les mandaría un mensaje a sus padres. Les diría que se había marchado. Porque esta vez, ella necesitaba estar sola.

Milagro cruzó el jardín con pasos apresurados, aún con el corazón latiéndole con fuerza por la rabia contenida. Caminó hasta el parqueadero. Estaba oscuro, apenas iluminado por la tenue luz de la luna y unas farolas lejanas. El silencio solo era interrumpido por los ecos de la música lejana de la fiesta.

Se detuvo y miró a su alrededor. Nadie.

Sin embargo, un escalofrío le recorrió la espalda. Era un lugar abierto, pero la sensación de vulnerabilidad la golpeó de pronto. Soy una Omega, pensó con miedo. Y los hombres… siempre lo huelen. Su aroma podía ser una maldición, una trampa involuntaria.

Se abrazó a sí misma, temblando un poco, y se recostó contra uno de los autos. Alzó la vista al cielo estrellado, buscando algo que la calmara, algo que le recordara que aún era fuerte, que podía cuidar de sí misma.

Pero sus pensamientos fueron interrumpidos.

—¿Por fin terminaste de hablar con tu amante? —dijo una voz masculina detrás de ella, cargada de ironía y frialdad.

Milagro se giró de golpe, su cuerpo tenso. Lo reconoció enseguida.

Ángel.

Él estaba recargado contra otro auto, las manos en los bolsillos, la mirada clavada en ella, con una mezcla de enojo.

Ella lo miró, dolida, con el alma rota, pero sin perder la dignidad. Se irguió y, sin responderle, se dio media vuelta para marcharse.

—Milagro —la llamó Ángel—. No me hagas pensar que me equivoqué contigo también.

Ella se detuvo, pero no volteó. Solo apretó los puños con fuerza, cerró los ojos y siguió caminando, dejándolo con sus palabras colgando en el aire como una herida abierta.

—Pensé que eras más fuerte de lo que acabo de ver —dijo Ángel con frialdad, clavando su mirada en ella.

Milagro giró la cabeza con furia contenida.

—Desaparece —le respondió, cortante.

Pero él no se movió.

—¿Por qué demuestras tu debilidad? Sé fuerte. Tú puedes.

Milagro apretó los labios, con la garganta hecha un nudo.

—¿Fuerte? ¿En un momento como este? ¡Me acaba de pedir perdón! Es que es un imbécil… ¿Cómo se atreve? Por su culpa… —Se detuvo. Estuvo a punto de decir más de la cuenta, de revelar su conexión rota, de contarle que su loba nunca se recuperó del rechazo.

Ángel frunció el ceño, acercándose un poco.

—¿Por su culpa qué, Milagro? ¿Qué te ha sucedido?

Ella negó con la cabeza, tragándose las palabras.

—Por su culpa… no puedo disfrutar de la fiesta. Así que prefiero marcharme.

—¿Marcharte? ¿Y darle el gusto de verte débil?

—¡Cállate! Mi pecho se quema… así que debo ir hacia el infierno y quemar mi cuerpo completo. Tal vez así deje de sufrir. Tal vez así muera.

Ángel sonrió con un toque de arrogancia.

—Quiero acompañarte.

Milagro lo miró con rabia.

—Eres un imbécil. Para ti todo es una broma, ¿cierto?

Pero su rostro se volvió serio.

—No, Milagro. Quiero que seas fuerte. Demuéstrale que puedes con esto. Que lo eres. Vamos, regresa a la fiesta. Disfrútala como cualquier chica normal. No le des el poder de verte frágil y rota.

Milagro se quedó en silencio, procesando sus palabras. Lo que decía tenía sentido. No debía seguir dándole poder a quien la lastimó. No merecía verlo triunfar con su dolor.




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