El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 25: Cuando el Silencio Grita.

Milagro no tuvo tiempo de apartarse de Daniel, su cuerpo aún tenso por la última frase que él le había dicho. En ese preciso instante, el Alfa Héctor se acercó a ellos, imponente como siempre, con esa sonrisa diplomática que usaba en público. Le extendió la mano a Milagro, quien la aceptó por respeto, aunque por dentro sentía cómo su estómago se revolvía.

—Milagro, me alegra saber que tú y mi hijo están empezando a ser amigos —dijo el alfa con voz firme.

¿Amigos? ¿Amigos, mi pie, pensó Milagro con sarcasmo, conteniendo el impulso de poner los ojos en blanco. Después de todo lo que su hijo me ha hecho... ¿esto es una broma?

—Sí, padre —respondió Daniel, sin una pizca de emoción—. Milagro y yo intentaremos llevar una buena relación.

—Eso es lo mejor, hijo. Lo mejor —repitió Héctor, orgulloso.

Fue entonces cuando Ángela se acercó a ellos junto a su hijo Ángel, con pasos elegantes pero decididos, interrumpiendo la escena.

—Hijo, tu hermano viene a felicitarte —dijo Ángela con una sonrisa forzada, mientras empujaba suavemente a Ángel hacia Daniel.

Los ojos de Milagro se desplazaron con rapidez entre ambos hermanos. Lo que presenció la dejó perpleja. No había rastro de calidez fraternal entre ellos. Ninguna sonrisa sincera, ningún gesto de cariño. Solo un silencio tenso que parecía latir entre los dos como una cuerda a punto de romperse.

—Feliz cumpleaños, hermano mayor —dijo Ángel finalmente, con una sonrisa ladeada que se sentía más como una provocación que como un gesto amable. Sus ojos, sin embargo, permanecieron fríos, tan duros como el tono que usó.

Daniel solo le llevaba tres meses, pero en ese momento parecía que años de historia no contada los separaban. La voz de Ángel cargaba una energía tan densa, tan envenenada de emociones contenidas, que hasta el más distraído habría percibido el incómodo choque entre ellos.

El Alfa Héctor frunció el ceño ante el evidente desdén en la voz de su hijo menor.

—Es su cumpleaños, Ángel. ¿Por qué no puedes tratarlo bien al menos en esta ocasión?

Ángel suspiró con fuerza, dándose la vuelta para mirar directamente a su padre, con esa chispa desafiante que siempre lo caracterizaba.

—¿Y qué quieres que haga, alfa? —remarcó Ángel con una ironía punzante, subrayando la palabra como si fuera veneno, negándose intencionadamente a llamarlo “papá”, como solía hacer Daniel.

Ángela, que se había mantenido unos pasos más atrás, soltó un leve suspiro que casi pareció un resoplido de frustración. No era la primera vez que Ángel usaba el título de rango en lugar del afectuoso. Pero esta vez era distinto.

Esta vez había una carga evidente, una provocación directa, una línea trazada con plena conciencia. Quería distancia. Quería dejar claro que, para él, ese hombre era un extraño.

Milagro se mantuvo inmóvil, como si temiera que el más mínimo movimiento pudiera romper la frágil tensión del ambiente. Observaba con creciente inquietud, sintiendo que estaba presenciando algo más profundo que una simple discusión familiar.

Aquello no era solo un conflicto entre hermanos. Era una grieta abierta por años de silencios, de heridas no sanadas, de decisiones que pesaban.

Y, en ese instante, por primera vez, se sintió verdaderamente afortunada por la vida sencilla que había tenido, por los padres que la habían criado con amor.

Un extraño sentimiento de gratitud se anudó en su pecho, mientras comprendía que la familia que la rodeaba ahora estaba hecha de luces y sombras que aún no terminaba de entender.

Antes de que el Alfa Héctor pudiera responder con algún comentario hiriente hacia Ángel, fue Daniel quien decidió intervenir. Se adelantó, intentando disipar la tensión con una sonrisa serena y alzando su mano hacia su hermano.

—Gracias, Ángel —dijo con voz firme, buscando la paz por encima del orgullo.

Ángel le estrechó la mano con desgano, como quien cumple una formalidad vacía, sin intención real de conectar. Fue un gesto breve, casi frío, carente de la fuerza que suelen tener los saludos sinceros. Luego, sin decir una palabra más, giró sobre sus talones y dirigió la vista al bar. Allí, el camarero ya había dejado una botella de vino costoso, cuyos reflejos danzaban bajo la luz tenue del lugar.

Sin mirar a nadie, se sirvió una copa con movimientos pausados, casi ceremoniales, como si en ese acto buscara refugiarse del ambiente tenso que lo rodeaba. Llevó la copa a sus labios y, tras un sorbo lento, se posicionó al lado de Milagro. Ella lo observaba en silencio, notando en su rostro una mezcla de indiferencia, cansancio... y algo más que no lograba descifrar.

El Alfa, por su parte, giró hacia Daniel con una mirada densa de orgullo, de esas que pesan más que mil palabras. En sus ojos había una mezcla de satisfacción y posesión, como si contemplara a un rey cincelado con esfuerzo, disciplina y sangre: su legado más valioso.

—Hijo —dijo Héctor con voz grave y solemne, como si cada sílaba llevara el peso de generaciones—, quiero decirte algo muy importante.

Daniel se irguió al instante, sus pupilas se encendieron con una chispa de emoción contenida. Para él, cada palabra de su padre tenía el valor de una promesa, de un reconocimiento que lo elevaba. Asintió suavemente, casi con reverencia.

—Sí, papá —respondió con voz firme pero vibrante, como si ya anticipara que estaba a punto de recibir un regalo que no podía envolverse: la validación.

¿Por qué se comportan así?, pensó Milagro. Ángel parece no ser hijo de Héctor… ni hermano de Daniel. Es como si fuera un extraño en su propia familia.

El Alfa continuó, con el pecho inflado de orgullo:

—Estoy muy orgulloso de ti, hijo mío. Me di cuenta de lo capaz que eres desde la primera vez que cambiaste. Corrías conmigo como todo un alfa. No te lo dije antes porque quería ver con mis propios ojos lo competente que eras. Quería ver a tu lobo luchar como un rey. Y lo hiciste. Por eso… he decidido entregarte mi manada.




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