El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 26: Silencios que unen.

El timbre sonó marcando el inicio del día escolar, pero la silla de Adela seguía vacía.

Milagro la miraba de reojo una y otra vez, como si con solo desearlo pudiera verla aparecer con su sonrisa cálida y su mochila cargada de chismes nuevos.

Pero nada.

El nudo en su estómago se fue apretando con cada minuto. Adela nunca faltaba sin avisar. Nunca.

Cuando la clase terminó, Milagro salió al pasillo con paso lento. Se apoyó contra la pared, el celular entre los dedos temblorosos y el corazón agitado como un tambor.

—Amiga, ¿estás bien? ¿Por qué no viniste a clase? ¿Pasó algo? —tecleó rápido, con los labios apretados.

El mensaje fue entregado al instante, pero los segundos que tardó la respuesta se sintieron como siglos.

—Hola, Mili… estoy enferma. Tengo mucha fiebre —respondió finalmente Adela, con ese tono dulce que incluso por mensaje parecía envolverla en ternura.

—¡Ay, Adela! Seguro es un resfriado —escribió enseguida—. ¿Estás en tu casa o te llevaron al hospital?

—En mi cama, como una abuelita —bromeó Adela—. No te preocupes, no es tan grave.

Milagro soltó un suspiro que no sabía que contenía. Sus hombros se relajaron, pero el corazón seguía latiendo con fuerza.

Adela siempre había estado con ella. En los peores días, en los más hermosos.

Recordó aquella tarde en primaria cuando se cayó en el recreo y se raspó la rodilla. Todos se rieron… menos una.

Adela corrió a su lado, sacó su pañuelo con dibujos de gatitos y limpió la herida con el cuidado de una madre. Luego, tejió una coronita de flores y la colocó sobre su cabeza.

—Las reinas no lloran, le dijo.

Y desde entonces, no solo fueron amigas. Fueron familia.

Una sonrisa suave se dibujó en los labios de Milagro.

—Esta tarde paso por tu casa —escribió—. Te llevo medicina, chocolate caliente y lo que se te antoje. Solo dime qué quieres.

Al enviar el mensaje, una chispa de picardía le iluminó los ojos.

Perfecto. Una coartada ideal. Nada de entrenamientos con el Alfa ni fingir interés en luchar.

Esta vez tenía una excusa real. Emotiva. Irrefutable.

—Gracias, amiga. Me estás salvando de ese estúpido entrenamiento —murmuró para sí, divertida.

Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarlo. El Alfa no se rendía fácil.

Pero por hoy, tenía un respiro. Uno que venía del corazón.

El pasillo se vaciaba lentamente.

Milagro guardó su celular con una sonrisa aún viva en los labios por el mensaje de Adela, cuando algo le erizó la piel.

Una mirada. Intensa. Cargada. Cortante como una daga.

Levantó la vista.

Una joven la observaba con los brazos cruzados, el ceño fruncido y rabia en los ojos. Se acercó con pasos decididos, como si fuera a cobrar una deuda.

—¿Qué te sucede? ¿Por qué me miras así? —preguntó Milagro, frunciendo el entrecejo.

—¿Ahora te haces la inocente? —escupió la joven, deteniéndose frente a ella—. ¿No recuerdas lo que le hiciste a mi amiga Julia?

Milagro parpadeó. Desorientada.

Hasta que ese nombre encendió algo dentro de ella. Una punzada de amargura.

—¿Qué le hice yo a esa estúpida? —replicó con frialdad—. Está loca. Aléjate de mí, pedazo de loca.

Pero la otra no se inmutó. La empujó con fuerza, haciendo que Milagro retrocediera un paso.

—¡Claro! Hazte la desentendida. Entonces mira esto.

Sacó su celular. Imágenes.

Fotos de la fiesta de Daniel. De ella con él en el bar. Una donde parecían cerca. Otra con él hablándole al oído.

Instantáneas tomadas en el momento justo para torcer la verdad.

—¿Cómo pudiste? —susurró la joven, con los dientes apretados—. ¡Le quitaste el novio a Julia! Ser la hija del Beta no te da derecho a jugar con los sentimientos ajenos.

El mundo de Milagro se tambaleó por un segundo.

¿Quitarle el novio?

Si tan solo supieran…

Que fue él quien la dejó en medio del bosque, sin explicación, sin consuelo.

Que Julia fue parte del engaño.

Que ella fue la descartada, la herida, la que se arrastró con el alma rota.

—Tú no sabes nada —murmuró con rabia—. ¡Nada!

—Eres una vergüenza para la manada. Tú y toda tu familia.

¡PAM!

La bofetada de Milagro resonó como un trueno. Le ardía la mano. Le ardía el alma.

—¡Con mi familia no te metas! —gritó, empujándola.

La chica tambaleó, pero se mantuvo firme, la furia brillando como brasas en sus ojos.

—No entiendo cómo tu padre puede ser el Beta. ¡Tú eres una omega inútil! ¡Una roba ilusiones que no vale nada!

Milagro iba a estallar… pero una voz la cortó.

—¡Detente!

Daniel.

Apareció como una sombra encendida. El ceño fruncido, los ojos vibrando con poder.

—No la trates así —dijo con firmeza—. No sabes de lo que hablas.

La joven se congeló. La furia dio paso al miedo. Bajó la mirada.

—Disculpe, Alfa… —murmuró, temblando.

Milagro lo miró con una mezcla de rabia y rencor.

—No necesito tu ayuda —dijo con voz seca.

—Lo sé… pero no iba a quedarme callado.

Daniel alzó la mirada y barrió con todos los estudiantes que se habían reunido.

—Que esta sea la última vez que alguien insulta a Milagro —dijo con voz de trueno—. Porque juro que al siguiente que lo haga… le cortaré la lengua.

Silencio absoluto. Nadie respiró. Nadie osó levantar la vista.

Milagro dio media vuelta sin decir palabra.

Sus pasos la guiaron a la azotea.

Aire. Cielo. Soledad.

Se apoyó en la baranda.

El cielo, gris. Como ella.

—Maldito seas, Daniel —susurró—. Tú causaste todo esto. Me rechazaste. Me dejaste sola. Me hiciste sentir que no valía nada.

Y ahora vienes a protegerme, como si aún importara. Como si yo no hubiera llorado cada noche por ti.

Como si no me hubieras destrozado.

Se limpió una lágrima rebelde. Apretó los puños.

—Todos creen saber la historia. Pero no la vivieron.




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