El taxi se detuvo frente a la imponente casa de la manada. El cielo comenzaba a teñirse con los colores del atardecer, como si el universo presintiera la tormenta de emociones que latía dentro de Milagro.
Ella no se movió.
Sentada en el asiento trasero, con las manos apretadas sobre su regazo, miró hacia la verja abierta. Podía ver el sendero que llevaba al patio principal. Aquel lugar le resultaba tan familiar... y, al mismo tiempo, tan ajeno.
"¿Qué haré cuando lo vea?", pensó.
Daniel estaría allí. Su pareja. Su destino. Su lobo.
Pero también podría estar Ángel. El lobo prohibido. El que no debía mirar, y, sin embargo, el único que la hacía sentir viva.
"¿Y si mi loba despierta con él? ¿Y si vuelve con Daniel? ¿Y si... siento lo mismo por los dos?"
Su pecho se encogió. Se sentía una traidora y, a la vez, una víctima de su propio corazón.
—Señorita... —dijo el chofer con voz amable, rompiendo el silencio—. ¿No se va a bajar?
Milagro parpadeó, sobresaltada.
—Sí... sí, disculpe —respondió apresurada.
Sacó el dinero, pagó al hombre y bajó del auto con paso tembloroso.
Respiró profundo. El aire olía a bosque, a tierra húmeda, a hogar... y a peligro.
Caminó hacia la entrada. Los dos guardias que custodiaban el portón exterior la reconocieron de inmediato. Eran hombres mayores, de cabello canoso y rostros curtidos por los años. Sonrieron al verla.
—¡Milagrito! —exclamó uno, con tono nostálgico—. Has crecido tanto...
—Buenas noches, niña —saludó el otro—. Adelante, estás en casa.
Ella les devolvió una pequeña sonrisa. Esos hombres la habían visto correr descalza por esos patios cuando era solo una niña. Verlos ahí, tan firmes, le dio una chispa de valor.
Cruzó el portón.
En el patio central, sentada bajo el enorme roble, estaba la Luna Ángela. Su cabello rubio caía como una cascada sobre sus hombros, y sus ojos brillaban con serenidad.
—Hola, Milagro —la saludó con voz cálida—. Bienvenida.
Milagro se detuvo y bajó la cabeza en señal de respeto.
—Luna... vengo a entrenar.
La mujer asintió con dulzura.
—Sí, lo sé. Pasa adelante, descansa primero... y luego entrenas.
Milagro la miró por un segundo, con los labios apretados.
—No... voy directo al entrenamiento.
Ángela observó la tensión en sus hombros, la forma en que sus ojos evitaban mirarla demasiado tiempo.
—Como tú desees —respondió, sabiendo que algo ardía dentro de la joven.
Milagro dio media vuelta y caminó decidida hacia el patio de entrenamiento. Su corazón latía con fuerza. Con cada paso, su loba se agitaba. Lo sentía... algo iba a pasar.
Y no sabía si estaba preparada.
Milagro caminaba con paso firme, aunque por dentro una tormenta rugía. El camino hacia el patio de entrenamiento parecía más largo de lo normal... o quizás era su corazón, que latía tan fuerte que todo a su alrededor se volvía lento.
Y entonces lo vio.
Ángel.
Estaba recostado contra una de las columnas del pasillo, fumando uno de sus cigarros. Esa mirada suya, medio desafiante, medio curiosa, la desestabilizó de inmediato. Siempre la desarmaba sin pedir permiso.
En cuanto sus ojos se cruzaron, su loba aulló dentro de ella. No fue un llamado suave. Fue un aullido largo, profundo, que le vibró en el pecho. Milagro se detuvo un segundo. Se llevó la mano al corazón, confundida.
"¿Es por Daniel...? ¿O es... por él?"
—Hola —dijo ella, casi en un susurro.
—Hola, Milagro —respondió Ángel, y su voz pareció acariciarle la piel.
Se quedaron mirándose un instante más de lo adecuado.
Y entonces, la voz de Daniel rompió el momento.
—Milagro —la llamó, acercándose desde el otro extremo—. Pasa.
Ella asintió rápidamente. Pero antes de moverse, volvió a mirar a Ángel, directo a los ojos. Él no dijo nada. Solo la observó con una intensidad que la hizo estremecer. Milagro apartó la mirada, se despidió con una ligera sonrisa y comenzó a seguir a Daniel.
Caminar detrás de él le provocó un torbellino de emociones. "Concéntrate", se repetía. Pero el aullido de su loba seguía resonando en su mente.
Cuando cruzaron el arco del entrenamiento, Milagro esperó ver a varios lobos calentando, hablando, riendo quizás.
Pero no.
El patio estaba vacío.
Solo estaban ellos dos.
—¿Y los demás? —preguntó, frunciendo el ceño.
Daniel se giró hacia ella, sonriendo con un gesto que no supo cómo interpretar.
—Hoy entrenas solo conmigo.
—Vamos a comenzar con lo más simple —dijo Daniel, mirándola con atención—. Postura de defensa.
Milagro asintió en silencio, intentando seguir sus instrucciones. Colocó los pies como creyó que debía, subió los brazos... pero su postura era torpe. Entonces él se acercó.
—No así —la corrigió suavemente.
Sus manos se posaron sobre sus hombros para ajustarlos. Milagro sintió un leve escalofrío, pero no de esos que emocionan. Fue uno de incomodidad. Como si su piel rechazara el contacto.
Daniel colocó sus dedos sobre su barbilla, levantándola apenas.
—Así. Firme.
Milagro apretó los dientes. Su cuerpo entero estaba tenso, no por el esfuerzo físico, sino porque cada roce de él le resultaba molesto. No había calor, no había cosquilleo. Solo una especie de vacío, de rechazo interior que se le clavaba en el pecho.
Intentaron algunos movimientos. Él trató de guiarla con las manos. Cuando la sostuvo por la cintura para ayudarla a girar, ella se congeló, tragando saliva.
No. No quiero que me toque.
Su loba no dijo nada. Silencio absoluto.
Daniel la miró con preocupación.
—¿Estás bien?
Milagro evitó su mirada.
—Sí... solo me siento un poco mareada.
—¿Quieres parar?
—No —respondió rápido—. Quiero seguir. Pero... por favor, solo dime cómo hacerlo, no me toques.
Daniel se quedó en silencio por unos segundos. Luego asintió, sin hacer preguntas.