El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 30: Solo quiero que me elijas.

La voz de la Luna, Ángela, irrumpió justo en el instante en que la cercanía entre Milagro y Ángel comenzaba a entrelazarlos de una forma silenciosa, pero profunda. Sus cuerpos no se tocaban, pero bastaba la proximidad para que algo dentro de ambos comenzara a despertar.

—¿Hijo? —preguntó Ángela desde el otro lado de la puerta—. ¿Milagro está contigo? La busqué en la habitación de huéspedes, pero no está. Dime si está ahí, tal vez se perdió en esta gran mansión. Debemos buscarla.

Ángel, que estaba peligrosamente cerca de Milagro, tan cerca que podía oír su respiración entrecortada, carraspeó suavemente y respondió con calma:

—Sí, madre. Acabo de salir del baño y la encontré revisando las gavetas. Saldrá enseguida, no te preocupes.

Milagro, al escuchar la voz de Ángela, abrió los ojos de golpe. La sorpresa la sacudió. Con brusquedad, empujó a Ángel, que no opuso resistencia. Caminó rápidamente hacia la puerta, la abrió y salió sin mirar atrás.

—Mili, te equivocaste, ¿cierto? —dijo la Luna con una sonrisa maternal—. Ven, vamos a mi habitación. El Alfa no está. Vamos a secarte ese cabello y a prestarte algo de mi ropa, ¿te parece?

Milagro asintió en silencio y la siguió. La habitación resultó ser un espacio amplio y acogedor: casi dos camas matrimoniales juntas, paredes y muebles en tonos blancos y azules, y una iluminación cálida que llenaba cada rincón. Milagro no pudo evitar sonreír. Le encantó el lugar.

—¿Te gusta? —preguntó Ángela con dulzura.

—Sí, está muy hermosa —respondió Milagro, aún admirando los detalles.

—Bueno, dentro de poco tendré que mudarme de habitación. Esta será la nueva habitación de Daniel —dijo con una sonrisa suave.

Milagro se sorprendió un poco. No entendía por qué debían cederle ese cuarto, pero no hizo preguntas.

—Ven, siéntate aquí —le indicó Ángela, señalando una silla frente al tocador.

Con delicadeza, la Luna comenzó a secarle el cabello, desenredando una a una las ondas traviesas que se habían formado con el agua. Paciente y cuidadosa, fue dejando el cabello de Milagro suave y brillante.

Después, le entregó un vestido hermoso, amarillo con flores naranjas. Milagro se miró en el espejo y quedó encantada. El vestido le quedaba perfecto. Se veía… hermosa.

—Gracias, Luna —susurró con sinceridad.

—Ven, bajemos. Ya la cena está servida —dijo Ángela con una sonrisa.

Ambas salieron de la habitación, caminando lado a lado hacia el comedor. El ambiente se sentía cálido, como si la conexión entre ellas comenzara a florecer.

Ya los cuatro estaban sentados en la mesa. El Alfa se encontraba junto a su esposa, la Luna Ángela. Daniel estaba en el extremo opuesto, mientras que Ángel ocupaba el asiento junto a Milagro. Comían en silencio, hasta que la Luna rompió el momento con su voz serena:

—Daniel, dentro de poco tendrás que conseguir una Luna. Para ser nombrado Alfa, es necesario que tengas a tu compañera a tu lado.

Daniel frunció el ceño y su mirada se desvió sutilmente hacia Milagro. No fue el único. Tanto el Alfa como la Luna también la observaron, como si compartieran un secreto que ella aún no conocía.

Ángel, al escuchar aquellas palabras, apretó la mandíbula con fuerza. Su rostro se tornó rojo de ira, pero no dijo nada. Mientras tanto, Milagro continuó comiendo en silencio, sin prestar mayor atención a los comentarios, más por ignorarlos que por falta de curiosidad.

—La Luna de una manada —continuó Ángela con voz suave pero firme— debe ser fuerte, valiente… dispuesta a sacrificar muchas cosas por el bienestar de su manada y su compañero. Debe tener un corazón grande, pero también sabiduría para guiar.

Milagro levantó la vista por un momento. Por la forma en que la Luna la miraba, era como si esas palabras estuvieran dirigidas exclusivamente a ella. Sintió un cosquilleo extraño en el pecho, una sensación que no supo cómo interpretar, pero no dijo nada. Bajó la mirada de nuevo y siguió comiendo. Tenía hambre, y no era el momento para pensar demasiado.

El Alfa Héctor tomó la palabra:

—Una Luna debe estar dispuesta a apoyar a su Alfa en todo. A veces, eso significa renunciar al tiempo con su esposo, para que él pueda dárselo a la manada. El liderazgo no es solo un título, es una carga. Y quien esté a su lado debe cargarla también.

Así continuaron, hablando y filosofando sobre el rol de la Luna, como si estuvieran dando una clase indirecta. Hasta que, finalmente, Ángel estalló.

—¡Ya basta! —interrumpió con voz dura, cansado de escuchar la misma charla.

Milagro lo miró, confundida por su reacción. Fue Ángel quien, con voz seria y una mirada intensa, le preguntó:

—¿Qué hacías tú aquí en la manada?

Ella apenas iba a responder, aún procesando su pregunta, cuando el Alfa Héctor la interrumpió con tono firme, casi cortante:

—Milagro ha comenzado a entrenar con tu hermano. Es la persona más capacitada para fortalecerla, para que pueda defenderse y convertirse en un escudo protector para su familia.

La mesa quedó en silencio por un instante. Uno que pesaba más que cualquier palabra dicha. Hasta los cubiertos dejaron de moverse. El aire se tensó, cargado de emociones no expresadas.

Ángel apretó los puños sobre la mesa. El hecho de que fuera Daniel —precisamente él— quien la entrenaría, le quemaba por dentro. Era como si le estuvieran arrebatando lo que apenas comenzaba a sentir, como si su oportunidad con Milagro se deshiciera antes de existir.

Se levantó con brusquedad, arrastrando la silla que chilló contra el piso. Su mandíbula se tensó y sus ojos, usualmente tranquilos, ardían con una furia contenida. Sin decir una sola palabra, se retiró en silencio, pero en su interior, maldecía. Maldecía a su hermano por tener lo que él deseaba, por ser quien el Alfa consideraba “el más capacitado”, por ser siempre el elegido.

Quería huir, desaparecer, llevársela. Soñaba con un futuro en el que pudiera alejarse de todo esto, vivir en paz con ella, lejos de una manada que tantas veces lo había hecho sentir fuera de lugar. Ese era su deseo más profundo, aunque sabía que era casi imposible. En su mente, ya se veía solo, sin familia, sin su mate, atrapado por la oscuridad que tanto tiempo había mantenido a raya.




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