El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 33: Miradas en la Orilla.

—Bañémonos, —propuso Ángel con una sonrisa que invitaba a la aventura, extendiendo una mano juguetona hacia Milagro—. El agua está perfecta, te lo aseguro.

Milagro lo observó de reojo, una chispa de diversión danzando en sus ojos. La idea de sumergirse en el lago no le disgustaba en absoluto; de hecho, una punzada de anhelo la recorrió. Sin embargo, su mirada descendió hacia su ropa: su pantalón de tela ajustado y la camisa algo reveladora distaban mucho del atuendo ideal para nadar.

—¿Estás loco, Ángel? —replicó con una risita incrédula, negando con la cabeza—. Me mojaré entera y no traje ni una muda.

—Vamos, pequeña aguafiestas, el sol se encargará de secarnos en un santiamén, —insistió él, con un tono travieso en la voz—. Te lo prometo solemnemente.

Ella continuó negando con un movimiento de cabeza, aunque su resistencia comenzaba a flaquear ante la insistencia de Ángel. Él, sin darle tiempo a reconsiderar, se acercó con una determinación inesperada, tomó su mano con firmeza y comenzó a caminar hacia la profundidad del lago.

Milagro, entre exclamaciones ahogadas por la sorpresa y una risa que no podía contener, lo siguió, sintiendo cómo el agua fresca ascendía por sus piernas, empapando la tela de su ropa hasta adherirse a su piel.

Pronto, ambos estaban inmersos hasta la cintura, nadando torpemente entre salpicaduras y carcajadas que resonaban en la tranquilidad del lugar. Sin embargo, la despreocupación de Milagro se desvaneció como una burbuja al notar que sus pies ya no encontraban el fondo. Una punzada helada de pánico la atravesó como un rayo.

—Ángel... —susurró con la voz quebrada, sus ojos buscando desesperadamente los de él, reflejando su creciente angustia—. Tengo miedo... No sé nadar.

Él se acercó a ella en un instante, su rostro mostrando una preocupación genuina. —Tranquila, Milagro, estoy aquí, —le dijo con suavidad mientras la rodeaba con sus brazos, ofreciéndole un improvisado salvavidas—. Te tengo bien sujeta.

—Tampoco te emociones demasiado, —murmuró ella, con un tono entre avergonzado y tembloroso, aferrándose a sus brazos con más fuerza de la que pretendía.

—¿Yo? ¿Emocionarme? No estoy haciendo absolutamente nada... Si quieres, te suelto para que compruebes lo bien que flotas...

—¡No, no, no! —replicó ella con rapidez, aferrándose a él como si su vida dependiera de ello—. Agárrame fuerte, Ángel. Por favor, agárrame fuerte.

Ángel deslizó una mano con cuidado por su cintura, atrayéndola hacia su cuerpo con una delicadeza sorprendente. Milagro rodeó su cuello con sus brazos mojados, buscando un punto de apoyo, y levantó la vista. Sus ojos se encontraron, atrapados en la profundidad de un azul que parecía escrutarla hasta lo más recóndito de su ser. Su corazón dio un vuelco inesperado, como un pájaro agitado en una jaula. Se sintió inexplicablemente vulnerable, inmersa en esa mirada que parecía leerle el alma.

Una sonrisa tímida floreció en sus labios sin que pudiera evitarlo. Y él le devolvió la sonrisa, un gesto espontáneo y sincero que iluminó su rostro.

Un calor inesperado se expandió en el pecho de Milagro, como si una brasa latente se encendiera en su interior. Era una sensación extraña, un dolor dulce y confuso que no sabía cómo interpretar.

—Necesito salir del agua, Ángel, —dijo de pronto, con una seriedad que contrastaba con su anterior nerviosismo—. Siento un dolor muy fuerte en el pecho.

Ángel la miró con una profunda preocupación reflejada en sus ojos. —¿Estás bien, Milagro? ¿Qué te sucede?

—No lo sé... —susurró ella, con la voz apenas audible.

Sin mediar palabra, Ángel la guio con suavidad hacia la orilla. La ayudó a salir del agua y la acompañó hasta el césped bañado por la humedad del lago. Ella se dejó caer de espaldas sobre la hierba fresca, su respiración agitada mientras sus ojos observaban el cielo.

El viento le acariciaba el rostro mojado, pero el ardor en su pecho persistía, punzante e inexplicable. Cerró los ojos con fuerza, tratando de desentrañar la naturaleza de ese dolor. ¿Acaso era su cuerpo el que sufría... o era su corazón el verdadero epicentro de esa extraña angustia?

Ángel se sentó junto a Milagro, su cabello empapado pegado a su frente y las gotas de agua deslizándose como lágrimas por su cuello. La veían con una mezcla de temor e incertidumbre mientras ella permanecía inmóvil sobre la hierba, una mano aferrada a su pecho y los ojos cerrados, luchando por regular su respiración.

—¿Te duele mucho, Milagro? —preguntó en voz baja, casi temiendo romper el silencio.

Ella asintió levemente, sin abrir los ojos, una mueca de dolor tensando sus labios.

—No sé qué me pasa, Ángel... Es como si algo dentro de mí estuviera ardiendo, consumiéndome lentamente.

—¿Quieres que te lleve con un médico? —ofreció al instante, incorporándose con urgencia.

Ella negó con la cabeza, un movimiento lento y cansado.

—No es nada físico... Es algo diferente. En ese preciso instante, una voz familiar resonó en su mente, clara y nítida a pesar de la distancia.

—Milagro, estoy bien, pero todavía no es el momento de que vuelva. —Era la voz de su loba interior, un eco ancestral en su conciencia.

—¿Por qué no? —preguntó Milagro en voz baja, aunque sabía que la respuesta no llegaría a través del aire. El silencio se cernió sobre ella una vez más.

Ángel permaneció en silencio durante unos segundos, su mirada perdida en la superficie tranquila del lago. Luego volvió a recostarse junto a ella, manteniendo una distancia prudente, pero lo suficientemente cerca para que Milagro pudiera sentir el consuelo tácito de su presencia.

—A veces el corazón duele mucho más que el cuerpo, Milagro, —murmuró él con una tristeza inesperada en su voz—. Sobre todo cuando ha sido herido tantas veces y todavía intenta latir con la misma fuerza, como si nada hubiera pasado.

Milagro abrió los ojos y giró el rostro hacia él, encontrándose con una vulnerabilidad que nunca antes había percibido en Ángel. —¿Y tú qué sabes de corazones heridos, Ángel?




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