El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 35: La fiesta.

Milagro aceptó ser la cita de Ángel con una sonrisa nerviosa, sintiendo mariposas revolotear en su estómago. Sacó su celular y, con voz tranquila, llamó a su padre.

—Hola, papá. Solo te aviso que voy a un cumpleaños esta noche.

Del otro lado, su padre respondió con tono firme pero sin preocupación:

—Está bien, hija, pero vuelve temprano y en buen estado. ¿Me escuchaste?

—Sí, tranquilo. Te quiero —dijo ella antes de colgar.

Al guardar el celular, miró a Ángel con curiosidad.

—¿Dónde es la fiesta?

—En el club —respondió él con naturalidad.

Milagro arqueó una ceja, intrigada.

—¿El club? ¿Donde te vi por primera vez?

Ángel esbozó una sonrisa ladeada, esa que parecía tener el poder de acelerar corazones.

—Sí, pero ese no fue nuestro verdadero primer encuentro. Tú y yo nos conocimos mucho antes… cuando éramos niños.

—Es cierto… —dijo Milagro, recordando poco a poco—. Yo antes venía a la manada y jugaba contigo, pero en el club fue imposible reconocerte. Has cambiado mucho.

—Ahora soy más guapo, ¿verdad? —bromeó él, guiñándole un ojo con ese descaro encantador que lo caracterizaba.

Milagro soltó una risita suave, negando con la cabeza.

—Presumido.

—¿Te acuerdas de la vez que te caíste en el río y lloraste porque se te fue la muñeca flotando? —añadió Ángel con una sonrisa traviesa—. Yo salté para buscarla, aunque me dio un buen regaño mi madre.

—¡¿Tú fuiste ese niño?! —preguntó ella sorprendida—. Siempre me pregunté quién había sido. Solo recuerdo los brazos fuertes sacándome del agua.

—Desde entonces supe que eras especial —dijo él, con una chispa suave en la mirada.

Momentos después, el auto de Ángel se detuvo frente al elegante club, con luces brillando y música vibrando desde el interior. Sin perder la compostura, él le entregó la llave al guardia.

—Que lo cuiden bien —dijo con una sonrisa confiada.

El guardia asintió con respeto, como si estuviera acostumbrado a tratar con personas importantes.

Milagro se aferró con delicadeza al brazo de Ángel mientras caminaban hacia la entrada del club. Una fila larga de jóvenes esperaba impacientemente su turno para entrar, pero al verlos acercarse, el portero se enderezó de inmediato y retiró la cuerda roja con una reverencia sutil.

—Adelante, Alfa —dijo con una leve inclinación de cabeza, dejando pasar a ambos sin dudar.

Milagro apenas podía creer lo que estaba viviendo. Las miradas se posaban sobre ellos como focos en un escenario: curiosas, admiradas, algunas incluso envidiosas. Por un instante, se sintió como una estrella guiada por el protagonista de una historia de ensueño. El mundo parecía ralentizarse a su alrededor, mientras Ángel la conducía con paso seguro, como si todo le perteneciera.

Dentro del club, las luces cálidas danzaban al ritmo envolvente de la música. El aire vibraba con energía; risas, voces entremezcladas y el tintinear de copas brindando creaban una sinfonía de fiesta. Ángel entrelazó suavemente sus dedos con los de Milagro y la condujo con firmeza, pero sin prisa, abriéndose paso entre la multitud.

—Vamos a buscar a Orlando, el cumpleañero —le dijo, escaneando el lugar con la mirada.

Lo encontraron cerca de la pista, rodeado de amigos, con una copa en una mano y una sonrisa encantadora en el rostro. A su lado, una chica de vestido entallado y mirada afilada como cuchillas se colgaba de su brazo con descarado orgullo. Cuando vio a Ángel acercarse, lo recorrió de pies a cabeza con una mezcla de deseo, asombro y una chispa de celos.

—¡Ángel! —exclamó Orlando, abriéndose paso entre los suyos para abrazarlo—. Me alegra que vinieras, hermano.

La chica no apartaba los ojos de Ángel. Su sonrisa era tan falsa como peligrosa cuando preguntó, con voz dulce cargada de veneno:

—¿Y ella? ¿Quién es tu… acompañante?

Antes de que Milagro pudiera responder, Ángel la atrajo con decisión por la cintura, acercándola a su cuerpo con naturalidad. Su mirada no se desvió ni un segundo.

—Mi novia —dijo con firmeza, mirándola directo a los ojos, como si aquella palabra lo sellara todo.

La chica se atragantó con su propia saliva, tosió y dio un paso atrás, claramente afectada. Milagro, aunque sorprendida, apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que Ángel se inclinara y le susurrara al oído:

—Sígueme el juego… esa mosca no deja de rondarme.

Ella no pudo evitar sonreír ante la ocurrencia. La escena era tan surreal que parecía sacada de una película. Se giró con elegancia, le pasó un brazo por la espalda y le dedicó una mirada que imitaba ternura con sorprendente naturalidad.

—Claro, amor —respondió, entrando de lleno en el papel.

La chica bufó como si hubiera sido abofeteada con flores, se dio la vuelta con un gesto teatral y se alejó, lanzando un manotazo al aire.

Apenas desapareció de su vista, Milagro se volvió hacia Orlando con una sonrisa divertida y despreocupada.

—Feliz cumpleaños, Orlando… y por cierto, no somos novios.

Orlando soltó una carcajada mientras Ángel rodaba los ojos, forzando una sonrisa que no alcanzó a suavizar la línea dura de su mandíbula.

Ángel, que aún la sostenía por la cintura, frunció el ceño. Sus ojos, antes cálidos, se enturbiaron en un instante. Al escuchar la aclaración, se apartó con brusquedad.

—Claro que no —murmuró, con una frialdad que cortó como el filo de una daga, antes de darse media vuelta y caminar directo hacia la barra, sin mirar atrás.

Milagro parpadeó, desconcertada. Sintió un nudo apretarle el pecho. ¿Por qué se había molestado tanto? ¿Acaso había dicho algo malo? Se despidió de Orlando con una sonrisa forzada y una rápida disculpa, antes de abrirse paso entre la gente tras él.

Lo encontró apoyado en la barra, de espaldas, con los hombros tensos, como si cargara el peso de una guerra silenciosa. Su vaso estaba casi vacío, pero no lo soltaba.




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