El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 36: Ojalá ya no le ames.

Milagro cerró los puños con fuerza, repitiéndose una y otra vez lo que su padre y Daniel le habían enseñado: no muestres miedo, no te quedes quieta.

Pero sus piernas no respondían. El pasado la envolvía como una sombra viviente, susurrándole que, esta vez, no habría nadie que la salvara.

—¡Ángel! —gritó con todas sus fuerzas, desgarrando la noche con su voz.

Y entonces, como si su llamado hubiese rasgado el velo entre lo humano y lo salvaje, un rugido feroz estremeció la oscuridad.

El aire pareció detenerse. Los hombres dieron un paso atrás, temblorosos. No era a ella a quien temían… era algo mucho más grande, más primitivo. Era el peso abrumador de una presencia que se aproximaba con cada latido.

Ángel apareció entre las sombras, pero ya no era el mismo.

Con un gruñido profundo, su transformación comenzó. Su cuerpo creció de forma antinatural, su rostro se deformó con un crujido de huesos, y un brillo salvaje iluminó sus ojos, que cambiaron de color con intensidad sobrenatural. Los músculos de su espalda se expandieron bajo la camiseta, que se tensó hasta casi romperse, mientras su piel destellaba con una luz tan feroz que era imposible mirarlo de frente.

En un parpadeo, el joven que Milagro conocía había desaparecido. En su lugar se alzaba una bestia: un alfa imponente, de garras como puñales y colmillos afilados como cuchillas. Su tamaño era sobrehumano, su presencia aplastante, casi tangible, como una tormenta a punto de estallar.

Los hombres retrocedieron aún más, visiblemente aterrados. Dos de ellos intentaron sacar sus armas del cinturón, pero no tuvieron tiempo ni de empuñarlas antes de que el lobo se lanzara.

Ángel rugió otra vez. El sonido, tan profundo y poderoso, hizo vibrar el suelo y resonó en los huesos de Milagro. La fuerza de su transformación era tan brutal que ella quedó paralizada, como hipnotizada por el horror y la maravilla.

Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Un torbellino de sensaciones la recorrió: una llamada ancestral resonando en su interior, una energía salvaje que la envolvía. Su loba —esa presencia latente y dormida— despertó, extendiéndose por sus venas como fuego líquido, reconociendo al alfa que dominaba el aire.

Milagro dio un paso atrás, atónita, con los ojos clavados en la criatura que había sido su amigo. La energía que brotaba de su interior la rodeó como una ola de calor y vértigo. Un grito ahogado se formó en su pecho, y todo a su alrededor comenzó a desvanecerse.

La escena era demasiado para ella: el poder desbordante de Ángel, el despertar violento de su propia naturaleza… todo se fusionaba en una presión insoportable.

El miedo la envolvió como un puño. El aire se le escapó de los pulmones.

Antes de poder reaccionar, su cuerpo cedió. Se desplomó en el suelo, desmayada por la intensidad de la revelación.

El murmullo suave del motor fue lo primero que oyó. Luego, la calidez del asiento y una brisa leve acariciándole el rostro. Abrió los ojos lentamente, parpadeando con confusión. Estaba dentro de un coche, recostada, y a su lado, Ángel conducía con el rostro sereno, aunque su mirada permanecía firme, vigilante, clavada en la carretera.

Parpadeó de nuevo, aún aturdida, y al mirar su propio cuerpo notó algo extraño: llevaba puesta una chaqueta de cuero negra, demasiado grande para ella, pero cálida y reconfortante. La reconoció al instante. Era de Ángel. El aroma a bosque, a fuego, a él, la envolvía como un escudo invisible.

Giró entonces la mirada hacia él y notó algo más. No llevaba la misma ropa que había visto antes de su transformación. Ahora vestía unos pantalones oscuros y una camiseta simple, ajena a su estilo habitual.

Milagro no necesitó preguntar. La transformación debió destrozar su ropa, pensó, con el corazón latiendo más fuerte. Un escalofrío le recorrió la espalda al comprender lo que eso implicaba. —¿Qué… qué pasó? —preguntó con voz ronca—. ¿Qué hago aquí? ¿Dónde están esos hombres?

Ángel bajó un poco la velocidad y, sin apartar del todo los ojos del camino, giró levemente el rostro hacia ella. Una ternura sutil se dibujó en su expresión mientras se llevaba un dedo a los labios.

—Shhh… tranquila —dijo con suavidad—. Ya pasó todo. Estás a salvo. Te llevo a casa… necesitas descansar.

Mientras el silencio se adueñaba del coche, una imagen atravesó la mente de Ángel con la violencia de un rayo.

Recordó el instante exacto en que percibió las intenciones de esos hombres. Sus pensamientos sucios, sus risas contenidas y la malicia en sus pasos. No necesitó escucharlos hablar. Su lobo los había leído con una claridad brutal.

Y rugió.

La furia antigua lo arrastró sin esfuerzo. No les dio tiempo de reaccionar. Se abalanzó sobre ellos como una sombra vengadora, rápida, precisa. El recuerdo aún lo estremecía: garras desgarrando carne, gritos sofocados por el miedo, el olor metálico de la sangre manchando la noche.

No quedó rastro. Su lobo se aseguró de ello. Había limpiado la escena con meticulosa eficacia, como quien borra una mancha del pasado. Lo hizo por ella. Solo por ella.

Milagro lo observó de reojo. El ceño fruncido, la mirada ansiosa, la voz temblando entre el miedo y la certeza.

—Ángel… yo te vi. Te transformaste. Eras… inmenso. Nunca vi un lobo como tú. Dime la verdad. ¿Qué les hiciste a esos hombres? ¿Qué eres?

Ángel no respondió de inmediato. Apretó el volante, sus nudillos se pusieron blancos por la tensión contenida. Finalmente, suspiró. Con gesto decidido, desvió el coche hacia un costado de la carretera y detuvo el motor.

Giró lentamente hacia ella. Sus ojos ya no eran solo serenos; había en ellos algo ancestral, insondable.

—Está bien —dijo con voz baja pero firme—. Te contaré todo… pero solo si tú también me respondes algo. ¿Por qué necesitas a mi hermano? ¿Por qué quieres que esté contigo?

Milagro tragó saliva. Su respiración se hizo más lenta, más densa. Una sombra cruzó por su mirada antes de responder, bajando la vista hacia sus manos entrelazadas.




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