Ángel cerró la puerta tras de sí con rapidez, sin esperar un segundo más. Milagro caminó delante de él, la respiración entrecortada, sin atreverse a mirarlo a los ojos. Aún podía sentir el peso de su mirada quemándole la piel.
—Milagro… —dijo él con una voz grave, cargada de deseo.
Ella se detuvo. Ángel se acercó por detrás y la giró de golpe, atrapando sus labios en un beso ardiente, hambriento. Sus manos descendieron por su cintura, aferrándola como si temiera perderla.
Milagro no se resistió.
Lo besó con la misma desesperación. Sus labios se buscaban como si hubieran estado contenidos toda una vida. Ángel la levantó sin esfuerzo a pesar de estar rellenita; sus piernas se enredaron en su cintura mientras él la llevaba a la cama, sin dejar de besarla, sin dejar de tocarla.
—Eres mía —murmuró él al oído, con un rugido contenido.
La lanzó suavemente sobre el colchón. Milagro jadeó, sus mejillas encendidas, su corazón latiendo como si fuera a estallar. Ángel se colocó sobre ella, besándole el cuello, bajando por su clavícula. Sus manos viajaban sin pedir permiso, recorriendo su cuerpo con hambre salvaje, reclamándola. Ella arqueó la espalda, sintiendo el fuego en cada caricia, deseando más, temblando bajo su cuerpo.
Pero entonces…
—¡Toc! ¡Toc! ¡Toc! —unos golpes fuertes, insistentes, sonaron en la puerta.
Ángel se detuvo. Ella también. Los dos se miraron con el corazón agitado.
—¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
—¡Milagro! ¡Ábreme, hija! —gritó una voz al otro lado.
—¡Mi… mi padre! —balbuceó Milagro, en estado de pánico.
Intentó apartar a Ángel, pero él no se movía.
—¡Rápido! ¡Escóndete! —gritó, empujándolo con fuerza.
Ángel cayó al suelo. La puerta se abrió de golpe.
Su padre entró con los ojos en llamas y, sin pensarlo, se lanzó sobre Ángel, sujetándolo por el cuello con brutalidad.
—¡¿Qué le hiciste a mi hija?! ¡¿Qué le hiciste?! —rugía.
—¡Papá, no! ¡Déjalo! ¡Déjalo! —gritaba Milagro, desesperada.
—¡DÉJALOOO! —el grito de ella retumbó en la habitación.
Y entonces…
Milagro abrió los ojos de golpe, empapada en sudor. Estaba en su cama, sola. La habitación, con algo de luz, ya había amanecido. Su pecho subía y bajaba con rapidez, su corazón desbocado.
Llevó una mano a sus labios. Todavía sentía el calor de ese beso… ese beso que no fue real.
Miró a su alrededor, tratando de entender.
Me trajo a mi habitación y ni cuenta me di, se dijo, mientras olía la chaqueta de cuero.
Me cubrió con ella… qué tierno, pensó, mientras aspiraba su aroma a tierra, vegetación, un olor a flores que tanto le encantaba.
Todo fue un sueño. Solo un sueño. Pero fue tan vívido… tan ardiente… tan real… que le costaba creer que no hubiera pasado. Y su cuerpo… aún ardía.
Y en el fondo, una parte de ella… no estaba segura de si quería que solo hubiera sido un sueño.
Ese domingo, Milagro decidió pasar el día con sus padres. Disfrutar de un almuerzo tranquilo en el jardín trasero, rodeados por las flores que su madre cuidaba con esmero. Entre risas y bocados, su padre le preguntó:
—¿Y cómo te fue en la fiesta, hija?
—Bien… Llegué temprano —respondió con una sonrisa forzada—. Ustedes no estaban.
Federico soltó una carcajada.
—¡Tu madre y yo bailamos hasta que las piernas nos dijeron basta! —exclamó entre risas, mientras tomaba la mano de María y la besaba con ternura.
María rió también, con la mirada colmada de amor.
Milagro los observó en silencio, con una punzada aguda en el pecho. Envidiaba ese tipo de amor: puro, cómplice, duradero. ¿Por qué ella no podía tener algo así?
No… no volvería a sufrir. No lo permitiría. Aunque Daniel fuera su alma destinada, aunque el vínculo aún persistiera, jamás lo perdonaría. Nunca —se dijo con firmeza—. Aunque fuera el único en el mundo.
De pronto, el recuerdo del sueño de esa mañana regresó con fuerza. El calor en su piel, la respiración entrecortada, las manos de Ángel recorriéndola sin freno. Un escalofrío le bajó por la espalda, y entre sus piernas sintió una tibieza incómoda. Sudaba.
—¿Qué me pasa? —murmuró para sí, sonrojada. Se levantó de golpe—. Me voy a dar un baño.
Se despidió con una sonrisa rápida de sus padres y subió a su habitación. Una vez en la ducha, el agua fría logró, por fin, apagar el fuego que ese sueño había encendido en ella.
Luego, ya más tranquila, se puso ropa cómoda y se sentó frente al escritorio. Intentó concentrarse en las tareas escolares, pero no podía dejar de pensar en él. En Ángel. En lo que había soñado. En lo que había sentido.
Estuvo a punto de llamarlo. Su dedo quedó suspendido sobre el contacto en la pantalla, dudando. Pero al final, lo bajó.
No… mejor no.
Abrió algunas de sus redes sociales. Al deslizar varias imágenes aparecieron, se detuvo al ver varias fotos de la noche anterior. Ahí estaban: ella y Ángel, bailando, sonriendo, él abrazándola por detrás. Tan juntos, tan naturales, tan felices.
Sus labios se curvaron apenas… hasta que leyó los comentarios.
—¿Ella? ¿Con el hijo menor del Alfa?
—Seguro la deja como a todas las demás.
—Ángel es un playboy, ella no será la primera ni la última chica que enamora y abandona.
—¿Será serio? Nah, el Alfa no se ata.
Milagro apretó los dientes.
¿Por qué siempre tenía que doler? ¿Por qué, cuando creía estar un poco mejor, el mundo se empeñaba en recordarle que no encajaba?
Aun así… Ángel no parecía como los demás.
¿Debería darle una oportunidad?
Milagro pensaba en Ángel. A sus ojos, él no era una mala persona… solo era alguien que había tomado el camino equivocado. Solo necesita una guía, pensaba. Alguien que lo ayudara a salir de la oscuridad, que le enseñara a perdonar y a olvidar todo lo que su familia le había hecho.
Y ella… ella creía que podía ser esa persona.
Pero entonces, al recordar los comentarios de las demás chicas —“Seguro la deja como a todas”—, algo dentro de ella se detuvo. Tal vez lo mejor sería alejarse. Si me alejo, los demás dejarán de pensar que soy su novia. Las chicas no me verán como una amenaza. Solo quiero ser su amiga…