Milagro empujó con suavidad la pesada puerta de metal que daba a la azotea. El viento le revolvió el cabello apenas la abrió. Cruzó el umbral y, casi con timidez, la cerró tras de sí.
Ahí estaba él, Ángel, recostado contra la barandilla, con la vista perdida en el bosque que rodeaba el colegio. El sol del mediodía lo bañaba en un resplandor que realzaba el misterio de su silueta. Su postura era serena, pero su mirada... su mirada vagaba lejos, como si su mente estuviera atrapada en otro mundo.
—Hola —dijo Milagro, su voz apenas un susurro, como si temiera romper aquel instante suspendido en el tiempo—. Me enviaste un mensaje… ¿Querías decirme algo?
Él se giró lentamente al escucharla. Una leve sonrisa, casi melancólica, se dibujó en sus labios. Milagro sintió un vuelco en el pecho.
Idiota, se reprendió en silencio. Seguro solo quiere que le devuelvas la chaqueta negra que te prestó el otro día... cuando te quedaste dormida en su auto.
—¿Cómo estás? —preguntó Ángel, con una calidez sincera en la voz.
La pregunta la sacó de sus pensamientos.
—Muy bien... —respondió ella, aunque su voz tembló ligeramente bajo la intensidad de su mirada.
—¿Querías hablar conmigo? —preguntó ella, dejando asomar un atisbo de duda.
Ángel negó con la cabeza, aún con esa sonrisa enigmática.
—No, Milagro... solo quería verte.
El corazón de Milagro dio un salto. Sus mejillas ardieron al recordar el sueño de la noche anterior.
—¿Cómo te has sentido últimamente? ¿Cómo está tu salud?
La pregunta la tomó por sorpresa. Nadie solía preguntarle eso, y mucho menos él.
—Estoy... bien. Me siento bien.
Pero por dentro, una oleada de confusión la envolvió. ¿Por qué me pregunta eso? ¿Será que ya sabe lo de mi loba? No... no creo.
Él no dijo nada más. Solo volvió a girarse hacia el paisaje, como si buscara respuestas en el susurro de los árboles.
Milagro tragó saliva, insegura, y rompió el silencio:
—Ángel... ya viste las fotos, ¿verdad? Las que están en redes...
Él frunció el ceño, desconcertado.
—¿Qué fotos?
—Las nuestras. En la discoteca.
Le mostró la pantalla de su teléfono. Él observó las imágenes, y su expresión se endureció al instante al leer los comentarios venenosos que las acompañaban. Sus ojos se encendieron con un fulgor rojo de furia, y apretó el móvil con tanta fuerza que este crujió.
—¡Ey! —exclamó ella, alarmada—. No lo rompas…
Le quitó el celular con delicadeza. Él inspiró profundamente, luchando por calmarse.
—Lo resolveré —le prometió con voz baja, pero cargada de firmeza.
—Gracias… por llevarme esa noche a mi habitación —dijo ella, apenas audible.
Hubo una pausa. Larga. Densa.
Hasta que Milagro habló, con la mirada clavada en el suelo:
—Ángel… creo que lo mejor es que nos alejemos por un tiempo. Así dejarán de decir que somos novios… cuando en realidad no lo somos.
Ángel volteó lentamente hacia ella. Su rostro, antes tranquilo, ahora reflejaba una sombra. Como si esas palabras hubieran roto algo dentro de él.
—¿Eso quieres? —susurró, con una voz herida—. ¿Que desaparezca? ¿Que no me acerque más?
—No… yo no dije eso… —balbuceó Milagro, sintiendo un nudo en la garganta—. Solo quiero… evitar que te ataquen por mi culpa. Que hablen mal de ti. Que…
—Si no quieres volver a verme, está bien —la interrumpió Ángel, su voz quebrada por dentro—. Lo haré. Desapareceré, Milagro.
Ella lo miró con los ojos vidriosos. Nunca pensó que sus palabras lo afectarían así. Nunca imaginó ver esa tristeza en los ojos de alguien como él. Quiso decirle que no, que no se fuera, que no lo alejaba por falta de sentimientos, sino por miedo. Miedo a lo que sentía. Miedo a todo.
Pero no dijo nada.
Y él, con el corazón apretado, dio unos pasos hacia la puerta. Cada paso que daba sonaba como un adiós que se grababa en las paredes de su alma.
Milagro se quedó inmóvil, luchando consigo misma.
Cuando Ángel estuvo a punto de abrir la puerta, su voz, casi ahogada, lo detuvo:
—Ángel…
Él no se giró, pero se detuvo.
—Yo no quiero que desaparezcas —confesó, apretando los puños—. Solo… solo quiero entender lo que siento.
Él cerró los ojos al escucharla.
Y por un momento, el viento fue lo único que habló entre los dos.
Ángel sintió aquellas palabras como un disparo directo al alma. Su rostro se suavizó por un instante, pero no dijo nada. En cambio, comenzó a caminar hacia ella con pasos firmes, presionados, casi desesperados. Milagro dio un paso atrás, confundida, pero no se atrevió a moverse más.
Sin previo aviso, Ángel la abrazó.
La rodeó con ambos brazos con una intensidad que hablaba de necesidad, como si el mundo se desmoronara bajo sus pies y ella fuera lo único que podía sostenerlo. No dijo una sola palabra, no hizo una sola promesa… pero el silencio lo gritaba todo.
Milagro se quedó rígida por un segundo, sintiendo cómo ese abrazo ardía en su pecho. Su corazón latía con fuerza, y esa sensación de deseo incontrolable regresó como una ola salvaje. Sintió el impulso, el deseo de besarlo, de no dejarlo ir nunca más.
Y sin pensarlo, le devolvió el abrazo.
Fue breve, pero eterno.
Luego, Ángel se separó lentamente. La miró a los ojos una última vez, como si intentara grabar su rostro en la memoria, y sin decir palabra, abrió la puerta de la azotea y se fu
Mientras bajaba las escaleras del edificio, activó el enlace mental con su mejor amigo:
—Manuel, elimina de inmediato las fotos que están en las redes sociales de Milagro y de mí en la discoteca. Te doy una hora.
—Sí, Alfa. De inmediato —respondió Manuel.
—Y apenas averigües quién subió esas fotos, me lo informas.
—Alfa, por favor… estamos en otra manada, no en la nuestra. No puedes castigar a esos estudiantes como si fueran miembros rebeldes. Solo fue una broma…
—Tranquilo —respondió Ángel con una sonrisa helada en los labios—. Tengo otros planes para ellos.