El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 39: Lo que el perdón no borra.

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Capítulo 39: Lo que el perdón no borra.

Las horas se habían deslizado pesadamente, cada minuto un recordatorio inmóvil del daño infligido. Daniel permanecía petrificado junto al lecho de Milagro, su mano acariciando su cabello con una delicadeza casi reverente, un contraste doloroso con el huracán de remordimiento que lo azotaba internamente. La contemplaba como si su mera presencia pudiera borrar las cicatrices que él mismo había grabado en su alma.

La doctora Lirio y Carlos, su futuro beta, compartían la tensa atmósfera de la habitación, un silencio espeso preñado de culpa.

—Alfa… —Lirio rompió el silencio con un hilo de voz—, después de tu rechazo… ella perdió a su loba. Lo siento profundamente por no habértelo dicho antes. Milagro me lo suplicó… me lo rogó —añadió, sus ojos oscureciéndose con la pena—. No quería que nadie lo supiera.

Un nudo de acero atenazó la garganta de Daniel, impidiéndole articular palabra. Solo podía observar a Milagro, dormida, una visión de fragilidad extrema… una fragilidad que él, con su insensatez, había provocado.

—Alfa… —intentó Carlos, su voz cargada de preocupación, pero Daniel permaneció ensimismado, sordo a su llamado. Su rostro era una máscara inescrutable de dolor y un arrepentimiento punzante. La furia que lo consumía no se dirigía hacia otros, sino hacia el espejo de su propia crueldad.

—Déjenme solo, por favor —rogó finalmente, su voz apenas un murmullo ronco, al borde del quiebre—. Todo esto… es mi maldita culpa.

Lirio y Carlos intercambiaron una mirada cargada de comprensión y se retiraron en silencio. Sabían que sus palabras eran ciertas. Sabían que Milagro había pagado un precio demasiado alto… por su Alfa.

Al cerrarse la puerta tras ellos, Daniel se inclinó sobre Milagro, la yema de sus dedos trazando una caricia temblorosa en su mejilla pálida. Su voz, apenas un susurro cargado de autodesprecio, rompió el silencio íntimo.

—Debí pensar en ti… Debí ver más allá de mi propio egoísmo… No puedo creer que te rechacé… en tu cumpleaños… —tragó saliva con dificultad, el sabor amargo de su error quemándole la garganta—. Soy un maldito imbécil… un monstruo.

Lentamente, Milagro comenzó a moverse, un ligero temblor recorriendo su cuerpo. Sus párpados, cual cortinas pesadas, lucharon por abrirse, revelando unos ojos aún nublados por el sueño. Se incorporó de golpe, desorientada y vulnerable. Al verlo tan cerca, su cuerpo reaccionó con un sobresalto instintivo.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Daniel con una suavidad cautelosa, su voz un hilo de preocupación que flotaba en el aire denso. Permaneció inmóvil, respetando la distancia que ella inconscientemente marcaba.

Milagro retrocedió ligeramente en la cama, su mirada cargada de una desconfianza palpable.

—Bien —respondió con una frialdad cortante, su ceño ligeramente fruncido, intentando recomponer la compostura—. ¿Qué haces aquí?

Sus ojos recorrieron la manta desconocida que la cubría, apartándola con un movimiento brusco, como si el simple contacto la contaminara. Intentó ponerse de pie, pero la mano de Daniel se cerró suavemente alrededor de su muñeca, deteniéndola.

—¿A dónde vas, Milagro? Aún necesitas descansar. Estuviste inconsciente…

Ella le lanzó una mirada dura como el acero, sus ojos clavándose en los de él con una intensidad helada.

—Ya estoy bien. Siento un ligero dolor en el pecho, sí… pero ella ha regresado. Mi loba ha vuelto, y es lo único que realmente me importa ahora. Así que, con tu permiso, me voy.

Volvió a intentar levantarse, tensando sus músculos, pero el agarre de Daniel permaneció firme, aunque sorprendentemente gentil. Su mano la obligó a recostarse de nuevo sobre las almohadas. Él se inclinó sobre ella, invadiendo su espacio personal, sus rostros peligrosamente cerca, separados por apenas unos centímetros cargados de tensión y un pasado doloroso.

—¡Suéltame! —rugió Milagro, la furia tiñendo su rostro, retorciéndose en un vano intento por liberarse de su agarre.

—Cálmate —murmuró él en voz baja, sus ojos oscuros fijos en los de ella, su cuerpo tensándose por el impulso casi incontrolable de estrecharla entre sus brazos—. Hablé con tus padres hace unas horas. Saben que estás aquí y están tranquilos, al menos por eso.

Por un instante, la sorpresa paralizó a Milagro, dejándola sin aliento. Luego, la incredulidad se transformó en una rabia incandescente que le nubló la vista.

—¿Quién te crees que eres? —lo empujó con todas sus fuerzas, liberándose de su contacto como si quemara—. ¿Quién te dio el maldito derecho de hablar con ellos sobre todo lo que me hiciste pasar? ¡No tienes ningún derecho sobre mí, Daniel! ¡Ninguno!

Daniel permaneció inmóvil, soportando su furia sin intentar detenerla de nuevo. La observó con una mezcla dolorosa de culpa y una tristeza profunda que le oscurecía los ojos.

—Solo les dije que estabas aquí, que te habías quedado dormida. No les conté nada más, Milagro. Ellos no saben nada de lo que pasó… de lo que te hice sufrir.

Milagro apretó los labios hasta formar una línea blanca, el dolor punzando en su pecho como astillas de hielo. No quería que nadie supiera la humillación y el terror que había vivido, mucho menos sus padres, quienes siempre la habían protegido. Se giró bruscamente, dándole la espalda, dejando que un silencio denso y opresivo se apoderara de la habitación.

Daniel la contempló durante un momento más, la curvatura tensa de su espalda grabándose en su memoria, antes de bajar la cabeza, abrumado por el peso de su error.

—Lo siento, Milagro. Lamento profundamente todo el daño que te causé. Y lamento aún más mi ceguera, el no haberlo entendido antes.

Ella permaneció inmóvil, sin ofrecer respuesta alguna. Sus ojos cerrados eran una barrera infranqueable, su respiración profunda y temblorosa, luchando por no sucumbir a las lágrimas que amenazaban con derramarse de nuevo.




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