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—¿Podemos hablar? —La voz de Milagro tembló ligeramente, un hilo de súplica luchando contra la firmeza de su determinación. Sus ojos, centelleantes con una mezcla de dudas punzantes y una resolución inquebrantable, buscando los de Ángel.
Ángel permaneció inmóvil, un muro de silencio impenetrable. Sus ojos antes azules ahora oscuros, pozos profundos donde danzaban emociones reprimidas, la escrutaron sin piedad. Un torbellino invisible parecía agitarse en su interior, debatiéndose entre el anhelo de escucharla y el impulso visceral de rechazarla.
En ese tenso instante, su mirada se desvió bruscamente hacia sus amigos, quienes regresaban con las charolas de comida, ajenos a la tormenta que se gestaba. Con un gesto apenas perceptible, un movimiento cortante de su mano, les indicó que se detuvieran. La comprensión brilló en sus rostros al instante, desviando su rumbo hacia Adela, dejándolos a Milagro y a él inmersos en un silencio cargado de electricidad.
Milagro, sintiendo la urgencia ante la multitud de estudiantes se lanzó a romper el hielo.
—Ángel, necesito aclararte lo que pasó ayer… —comenzó, su voz ahora más firme, aunque un matiz de vulnerabilidad aún la recorría.
La mirada de Ángel se elevó, clavándose en la de ella. Por una fracción de segundo, una sombra de confusión nubló su expresión, pero se desvaneció rápidamente, reemplazada por la dureza implacable del recuerdo de la escena con su hermano. Una punzada de molestia oscureció sus facciones, tensando cada músculo de su cuerpo. Milagro reconoció al instante el brillo helado de la irritación en sus ojos.
—¿Qué demonios sucedió ayer? —interrumpió él, su voz ahora un látigo helado que cortó el aire.
—Por favor, escúchame. Temo que malinterpretaste todo… No creas ni por un segundo que le di una oportunidad a tu hermano… No era eso… ¡No era eso en absoluto! —explicó ella con vehemencia sentada en la silla del frente, sus ojos buscando desesperadamente la comprensión en los de él.
El ceño de Ángel se frunció aún más, las líneas profundizándose mientras la ira comenzaba a hervir en su interior, una fuerza contenida a punto de estallar. Su mente gritaba que no hablara, que no era el momento, pero la punzada amarga de aquel recuerdo lo asaltaba sin piedad.
—Me dijiste que me alejara, ¿lo recuerdas? —replicó él, su voz ahora grave y peligrosamente controlada, pero teñida de una oscuridad palpable que parecía envolverlo—. Así que no veo ninguna razón, Milagro, para que me des explicaciones. Ninguna.
Sus palabras impactaron a Milagro como una hoja afilada lanzada con precisión, abriendo una brecha aún más profunda entre ellos, ensanchando la distancia que ya los separaba. Herida por su actitud cortante, Milagro luchó contra el volcán de enojo que amenazaba con erupcionar en su pecho.
—Entiendo perfectamente —articuló ella, su voz ligeramente quebrada por la punzada de dolor, pero manteniendo una compostura tensa.
Ángel la observó, y una sonrisa leve y distante se deslizó por sus labios, una mueca tan fría que quemaba más que sus palabras.
—Lo más importante ahora es que te recuperes por completo —sentenció él, con un tono firme que clausuraba cualquier atisbo de diálogo—. Disfruta de la vida, Milagro. Es todo lo que tengo que decirte.
Milagro lo miró en silencio, el latido de su corazón resonando con fuerza en sus oídos. No podía comprender la repentina frialdad, el muro invisible que él levantaba entre ellos, por qué cada una de sus palabras parecía diseñada para rechazarla, para alejarla sin piedad.
—Está bien… —susurró al final, sintiendo un nudo doloroso en la garganta, sin encontrar las palabras para romper el abismo que se abría—. Y gracias… por ayudarme a eliminar las fotos.
Ángel asintió con otra de esas sonrisas vacías, sus ojos oscuros fijos en ella mientras se alejaba. Milagro caminó con paso tembloroso hacia donde Adela y los demás estaban sentados, aferrándose a una calma superficial mientras por dentro el dolor la desgarraba.
Los dos amigos de Ángel se despidieron con un gesto rápido, dejando sus charolas intactas sobre la mesa, y se unieron a él. Al verlos acercarse, Ángel se levantó como impulsado por un resorte, y los tres abandonaron el comedor, dejando tras de sí un silencio cargado de tensión y un corazón destrozado.
Milagro se desplomó en la silla junto a Adela, el eco frío de las palabras de Ángel resonando en su mente. ¿Realmente la dejaría ir así? ¿Acaso el lazo que creía haber construido se había desvanecido como humo? Una punzada de incredulidad y dolor le oprimió el pecho. ¿Su amistad... había terminado?
Adela, con la perspicacia que la caracterizaba, leyó la tormenta en el rostro de su amiga como si fuera un libro abierto. Su voz, cargada de una genuina preocupación, rompió el silencio denso.
—¿Qué te dijo? ¿Se negó a aclarar las cosas? —inquirió, sus miel escrutando la tristeza en los de Milagro—. Parecía completamente indiferente a lo que pasó.
Un suspiro escapó de los labios de Milagro, una bocanada de aire cargada de frustración. Levantó la mirada, y la sonrisa que intentó esbozar fue un pálido reflejo de su alegría habitual, una curva débil teñida de una profunda tristeza.
—Sí… es tan extraño. Cada vez que intento hablar con él, siento que todo se complica aún más, como si nos enredáramos en una telaraña invisible —murmuró, su voz apenas en un hilo—. Siempre me deja confundida, Adela. No sé qué camino tomar.
Adela la observó con una empatía silenciosa. No tenía una varita mágica para disipar la confusión de Milagro, pero comprendía la angustia de estar atrapada en un laberinto de emociones intensas y contradictorias. Finalmente, con una sonrisa triste pero reconfortante, le tomó la mano.
—Ahora, preocúpate por ti, Milagro. Pon todo lo demás en un segundo plano, aunque sé que es difícil. Lo primordial es que tú y tu loba se recuperen por completo. Lo demás... tendrá que esperar.