El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 42: Instinto Liberado.

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Milagro irrumpió en su hogar junto a Daniel, la tensión entre ellos aún era palpable. Su madre los recibió con una sonrisa cálida, ajena a la tormenta emocional que se había desatado. Su padre no estaba en casa, para alivio momentáneo de Milagro.

Con una agilidad sorprendente, la joven ascendió las escaleras hacia su habitación, tomó un vestido de su armario y lo deslizó dentro de su bolso. Luego, rebuscó entre sus cajones hasta encontrar su ropa de entrenamiento, bajando las escaleras a toda prisa hacia donde su madre conversaba amigablemente con Daniel.

—¡Vámonos! —espetó a Daniel, su impaciencia evidente.

—Hace tanto tiempo que no tengo la oportunidad de conversar con tu madre… Esperemos unos minutos —respondió él con una calma exasperante para Milagro.

—Tengo una montaña de tarea esperándome, así que nos vamos ahora mismo, o mi entrenamiento de hoy se quedará en nada —replicó ella con un tono cortante, sin molestarse en suavizar sus palabras.

Su madre, María, frunció el ceño de inmediato, reprendiendo a Milagro por su descortesía hacia el Alfa.

—Milagro, hija, esa no es forma de hablarle a Daniel.

—Madre, debemos irnos. Podemos conversar más tarde. Adiós —zanjó Milagro con una seriedad inusual, saliendo de la casa sin esperar respuesta.

Daniel se despidió rápidamente de María con una sonrisa forzada y salió tras Milagro. Juntos, en un silencio incómodo, tomaron de nuevo el autobús rumbo al territorio de la manada, ya que Daniel había dejado su vehículo en las cercanías del colegio.

Aquel día, Milagro se entregó al entrenamiento con una intensidad feroz, desahogando en cada movimiento la frustración y la confusión que la embargaban.

Dos horas extenuantes después, se permitió una ducha reparadora y se vistió con un vestido de seda que realzaba su figura. Salió de la casa de la manada con paso rápido, sin percatarse de que la sombra de Daniel aún la seguía a una distancia prudente.

Mientras Milagro esperaba un taxi en la acera iluminada por la luz tenue de la tarde, una voz suave y cálida susurró cerca de su oído.

—Estás preciosa, Milagro.

Ella parpadeó varias veces, sorprendida por la repentina cercanía de Daniel.

—Gracias… pero tu cumplido no es necesario —respondió con una frialdad que marcaba una clara distancia.

Detuvo un taxi y se dirigió a su casa, dejando atrás a Daniel con su halago rechazado. La noche transcurrió con una cena familiar, donde intentó mostrar normalidad ante sus padres. Cuando la casa se sumió en el silencio del sueño, Milagro tomó una decisión arriesgada.

Sabía que sus padres le habían prohibido transformarse antes de tiempo, temerosos de las consecuencias, pero la necesidad de correr libre, de dar rienda suelta a su loba, era un anhelo primario que la consumía.

Por primera vez, desafiaría la autoridad de sus padres. Aprovechando la oscuridad y el silencio, se deslizó fuera de la casa y se adentró en el bosque que se extendía frente a su hogar.

Por primera vez desde que había nacido , Milagro se entregó a la transformación. El dolor la invadió con una intensidad desgarradora, un fuego que recorría cada fibra de su ser, pero se dejó llevar por el instinto primario.

En un instante, la forma humana se desvaneció, dando paso a una pequeña loba de pelaje blanco puro, un cachorro inmaculado. Jamás se había transformado por completo, jamás había permitido que su loba creciera y se desarrollara como un lobo común y corriente, manteniéndola reprimida en su interior.

En ese mismo instante, impulsada por una fuerza liberadora, comenzó a correr. Cuando las delicadas patas de su loba tocaron la tierra húmeda del bosque, una oleada de vida la recorrió por completo, una sensación de plenitud que contrastaba con la opresión que había sentido durante tanto tiempo. Era como si hubiese estado muerta y, finalmente, hubiera vuelto a respirar.

Mientras avanzaba entre las sombras danzantes del bosque, la luz de la luna se filtraba a través de las hojas, bañando su pelaje blanco con un brillo espectral. Sus ojos, de un azul profundo y cristalino como las aguas oceánicas, irradiaban una belleza tan singular que despertarían el deseo en cualquier lobo macho que los contemplara.

Pero era su aroma, una fragancia embriagadora y única, lo que realmente la hacía destacar, una esencia que podría enloquecer a cualquiera que anhelara poseerla.

Esta era la razón primordial por la que sus padres se oponían vehementemente a su transformación. Su padre, en particular, era inflexible en este aspecto. Para Milagro, transformarse libremente era una imposibilidad, a menos que encontrara a su compañero destinado y este la marcara, un vínculo sagrado que le otorgaría la plenitud de su forma lupina.

El suave pelaje de su loba era una visión celestial, un deleite para cualquier ojo que lo observara, pero nadie, aparte de sus padres, había presenciado jamás su forma animal.

Ella había nacido de ese modo, con su loba latiendo en su interior desde el principio. Gracias a un antiguo hechizo de una bruja, había podido mantener a su loba sellada, coexistiendo en su forma humana sin sucumbir a la transformación.

Pero esta noche, impulsada por una necesidad visceral, Milagro había quebrantado las reglas impuestas. En el instante en que su mate la había rechazado con crueldad, el sello mágico de la bruja se había roto, liberando a su loba de su prisión interna. Ahora, con su espíritu animal plenamente despierto, era como si Milagro hubiera nacido de nuevo, sintiendo el mundo con una intensidad desconocida.

Mientras corría, Milagro se detuvo de repente, una punzada de inquietud recorriéndola. Observó su entorno, las sombras alargadas jugando trucos a su vista, un ligero escalofrío recorriéndole el lomo.

La loba de Milagro experimentaba una euforia desconocida. Era como si nunca antes hubiera sentido la ausencia del dolor, como si una carga invisible se hubiera desvanecido. Una sensación de poder embriagador la invadía, una fuerza recién descubierta que la impulsaba.




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