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—Pero no lo haré. Tu atrevimiento me divirtió, pequeña intrusa. Ya que te atreviste a venir una vez, puedes seguir haciéndolo cuando quieras —agregó, una chispa traviesa danzando en sus ojos oscuros.
Dentro de la cabeza de Milagro, sus ojos de loba rodaron con exasperación. ¿Este playboy me dijo que yo era la única, la excepción especial que podía entrar en su preciado refugio...? ¿Y ahora cambia de opinión tan fácilmente solo porque apareció la loba de una chica nueva?
La furia burbujeaba en su interior, regañando mentalmente a Ángel con un sarcasmo mordaz. Qué hipócrita. Qué conveniente es su flexibilidad moral cuando le apetece un nuevo juguete...
Retrocedió otro paso, con la firme intención de marcharse y recuperar su orgullo herido, pero se quedó petrificada, sus patas clavadas al suelo, cuando Mía, su loba, comenzó a moverse hacia Ángel con una determinación inesperada. ¿Qué demonios te sucede, Mía? ¿Estás intentando seducirlo? ¡¿Para qué demonios estás haciendo eso?!, le gritó mentalmente, la alarma recorriendo su ser.
Sin embargo, algo cambió en ese instante. De repente, Mía cerró el enlace mental que compartían. La conexión, siempre abierta y fluida, se bloqueó abruptamente, dejándola aislada.
Milagro sintió una punzada de pánico, una sensación de perder el control de su propio cuerpo. ¿Mía...?
Su loba parecía estar actuando por una voluntad propia e inescrutable. Se acercaba a Ángel con una seguridad felina, su andar firme y elegante, irradiando una sensualidad salvaje que Milagro jamás había percibido.
Y por primera vez, con una claridad sorprendente, Milagro entendió la verdad que había estado negando: a su loba le gustaba Ángel… y no tenía la más mínima intención de ocultarlo.
La confusión seguía nublando la mente de Milagro ante esta repentina independencia de su loba, pero no intentó detenerla. De alguna manera, en lo profundo de su ser, sentía que Mía merecía este momento de conexión. Desde su regreso de las sombras, Milagro había llegado a la conclusión de que su loba también merecía experimentar la felicidad, la alegría de un vínculo, aunque fuera con el esquivo Ángel.
Así que, con una mezcla de resignación y curiosidad, la dejó hacer lo que su corazón de loba anhelaba.
Una risita suave y melodiosa escapó de los labios de Ángel cuando la loba blanca frotó su cuerpo suavemente contra su pecho. Él permanecía sentado con una tranquilidad imperturbable sobre la grama fresca, y ella, con una familiaridad sorprendente, como si le perteneciera, restregaba su cabeza blanca y suave bajo su barbilla con una ternura palpable.
Milagro sintió un calor punzante extenderse por todo su ser, un reflejo del rubor que seguramente teñiría sus mejillas si su forma humana hubiera estado presente. Las acciones desinhibidas de su loba la hacían sentir extrañamente expuesta.
La voz de Ángel, suave como una caricia y cargada de una provocación latente, rompió el silencio.
—Parece que eres una loba muy traviesa —le susurró al oído, su aliento cálido erizando el fino pelaje blanco.
La sensación se extendió por todo el cuerpo de Milagro, una respuesta física innegable a su cercanía. Pero la "tortura" sensorial no se detuvo ahí. Con una lentitud deliberada, Ángel comenzó a acariciar su pelaje, sus dedos largos y suaves deslizándose por su lomo. Para sorpresa y ligera vergüenza de Milagro, Mía ronroneó profundamente, un sonido gutural que parecía surgir de una satisfacción instintiva.
—Sígueme —le dijo Ángel, su voz ahora más firme, aunque aún suave. Quiero mostrarte algo especial.
Se levantó con una gracia felina, se giró y comenzó a avanzar con paso tranquilo. Mía lo siguió como una sombra silenciosa, la alegría vibrante de su loba corriendo como una corriente eléctrica por las venas de Milagro.
A pesar de un atisbo de nerviosismo, la curiosidad de su loba por el misterioso lugar que Ángel deseaba compartir era innegable.
Finalmente, se detuvo al borde de un lago sereno y se sentó en la orilla cubierta de hierba. Con una palmada suave sobre el césped, la invitó a acercarse.
—Ven, siéntate aquí conmigo.
Mía obedeció sin dudarlo, acurrucándose a su lado. Milagro quedó sin aliento ante el paisaje que se extendía frente a ella. Recordó vagamente que Ángel una vez le había comentado a su dueña que aquel lugar adquiría una magia especial durante la noche. No había exagerado.
La luna llena colgaba en el cielo como un orbe celestial, y su reflejo en la superficie tranquila del lago parecía un portal brillante hacia otro mundo, una invitación silenciosa a tocar el paraíso con tan solo extender una pata.
Qué vista tan hermosa, pensó Milagro, la belleza del lugar resonando profundamente en su ser.
Una suave brisa nocturna sopló, acariciando su pelaje blanco como si también quisiera participar en la quietud mágica del momento. Mía se acercó un poco más a Ángel, buscando su calor, acurrucándose a su lado con una familiaridad sorprendente. Él no se movió, absorto en la contemplación del reflejo lunar, como si estuviera esperando la llegada de algo invisible.
De repente, Ángel giró la cabeza y la miró fijamente, sus ojos oscuros escrutando su ser.
—Dime algo sobre ti, pequeña Omega.
Milagro lo observó en silencio, la frustración creciendo en su interior. Primero abre los vínculos de tu mente, idiota, pensó con sarcasmo. Pero Ángel seguía esperando una respuesta, sus ojos fijos en ella con una intensidad que sugería una comprensión más allá de las palabras.
—Entonces cambia ahora —le dijo Ángel de repente, su tono inesperado.
Milagro sintió el impulso de gruñirle por su absurda petición, pero su loba hizo exactamente lo contrario. En lugar de un sonido de amenaza, un aullido melancólico se elevó desde su garganta. Era un lamento triste, largo y profundo, que ascendió hacia la luna brillante, un llamado silencioso cargado de una tristeza inefable.