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El ambiente de la fiesta, que al principio danzaba con la alegría de la celebración, ahora se espesaba como un caldo turbio, cargado con la electricidad palpable de la tensión.
Cada par de ojos presentes se clavó en Ángel, el hijo menor del Alfa, cuya actitud gélida hacia la gran bruja Jennifer había sembrado un incómodo revuelo, como una piedra lanzada a un estanque tranquilo.
Jennifer, aún con la espalda inclinada en una reverencia pausada, mantenía la mirada fija en el joven lobo, sus pupilas oscuras como pozos profundos.
Su expresión era un enigma tallado en piedra, una máscara de serenidad que ocultaba quizás un reconocimiento ancestral, como si lo conociera desde las brumas del tiempo, como si sus ojos viesen en él un eco, una sombra, algo que escapaba a la comprensión de los demás.
Ángela, con la sonrisa tensa pegada al rostro, nerviosa por la creciente atención que este intercambio generaba, se apresuró a intervenir, su voz ligeramente temblorosa:
—Jennifer, permíteme presentarte formalmente a mi hijo menor. Su nombre es Ángel —dijo con una sonrisa forzada, tan brillante como un relámpago fugaz, como si pudiera borrar la palpable tensión con la mera dulzura de sus palabras.
Ángel estrechó la mano extendida de la bruja, pero el gesto careció de calidez, brusco como el choque de dos témpanos de hielo. Su mirada, fría e impenetrable como el acero recién forjado, se clavó en la de ella, desafiante.
—Encantado de conocerte —dijo con una voz tan glacial que pareció condensar el aire a su alrededor, helando la sangre de varios presentes, quienes contuvieron el aliento ante tal falta de decoro.
El Alfa Héctor, testigo silencioso pero atento del desplante, sintió cómo el ceño se le fruncía en un gesto de disgusto. Se giró de inmediato hacia su hijo, su rostro oscurecido.
—¡Ángel! ¡Respeta a Jennifer! Es la mujer más poderosa que jamás haya pisado esta Tierra. ¡Deberías inclinar la cabeza ante ella, mostrar la debida reverencia, no hablarle con esa insolente confianza!
Pero antes de que el joven pudiera articular una respuesta, una chispa de curiosidad danzó en los ojos oscuros de la bruja, e intervino con una calma sorprendente, sin apartar la intensa mirada de Ángel.
—Alfa Héctor, por favor, no se altere. Está bien, de verdad, no se preocupe —dijo Jennifer con una calma que parecía irradiar poder, desconcertando aún más a los presentes, quienes esperaban una reacción de indignación por la descortesía del joven. Su voz, suave como la seda pero con un eco profundo, añadió—: Su forma de responder fue peculiarmente amable y respetuosa.
Milagro, que observaba la escena desde un rincón discretamente iluminado, sintió un escalofrío helado recorrerle la espalda, erizando los vellos de sus brazos.
No alcanzaba a comprender la extraña defensa de Jennifer hacia Ángel… ni por qué esa inesperada protección la hacía sentir tan incómoda.
Mientras Héctor contenía su creciente enojo, con sus músculos tensos bajo la fina tela de su camisa, Ángel permanecía relajado, su rostro inescrutable como una máscara de hielo. Su aire despreocupado, casi insolente, encendía aún más la furia reprimida de su padre, quien apretaba los dientes con frustración.
Ángela, con la esperanza de sofocar el incipiente incendio con palabras suaves y conciliadoras, anunció con una sonrisa forzada que no alcanzaba sus ojos:
—Ángel ha regresado para la coronación de su hermano Daniel, el próximo Alfa de nuestra gloriosa manada. Ese será un momento muy especial para todos nosotros.
Pero antes de que pudiera decir una frase más, una risa seca e irónica escapó de los labios de Ángel, cortando el aire como un látigo. Todas las cabezas se volvieron hacia él, con sorpresa e incluso alarma.
—Discúlpame, madre —dijo con la voz alta que destilaba resentimiento, sus ojos fríos como dos zafiros sin brillo—. Pero yo no he venido por él. La coronación de tu querido hijo me tiene sin cuidado, la verdad. Estoy aquí porque el Alfa me prometió que, si hacía acto de presencia, por fin me dejaría en paz. Que cesaría su constante búsqueda y me permitiría vivir mi miserable vida como yo quisiera. Así que… en cuanto Daniel reciba su corona, me iré. Para siempre.
—¡Ángel, cierra esa boca insolente! —rugió su padre, Héctor, esta vez sin importarle el murmullo de sorpresa que recorrió a los invitados. Su voz, cargada de vergüenza y furia, resonó por toda la sala.
Un murmullo se expandió como una oleada venenosa por toda la estancia. Las voces eran cuchicheos cargados de prejuicio y curiosidad morbosa:
—¿Escuchaste lo que dijo? Su propio padre lo chantajeó para que viniera…
—Está aquí por pura obligación, qué vergüenza para la familia…
—Con esa aura oscura que lo rodea, ojalá cumpla su palabra y se marche pronto…
Milagro escuchaba las murmuraciones con el corazón encogido en un puño de angustia. No quería que Ángel se fuera. Sus ojos no podían apartarse de la figura de Ángel, esperando, anhelando en secreto que él la mirara, que sus miradas se cruzaran. Pero él seguía ignorándola con una frialdad calculada, como si ella fuera una sombra, una presencia invisible en la multitud.
Y esa indiferencia le dolía, punzante como una espina clavada en su pecho.
“No debí haberle dicho que se alejara de mí… ahora seguramente está furioso, resentido. Espero, con todo mi corazón, que no haya tomado en serio mis palabras…” pensó, con la garganta apretada por un nudo de remordimiento que le dificultaba respirar.
Y aunque Milagro no lo sabía, en el fondo del alma atormentada de Ángel, sus palabras de rechazo habían calado hondo, dejando una cicatriz invisible.
La fiesta proseguía con una fachada de normalidad. Angela ya había rebanado el pastel, y los invitados, con copas burbujeantes en mano y platos rebosantes de dulces, intentaban retomar el hilo de la celebración, aunque la invisible hebra de tensión que el incidente anterior había tejido en el aire aún vibraba sutilmente.