El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 50: Aturdida.

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Ángel abrió la puerta al escuchar los gritos histéricos de su madre, pero al notar sus intenciones de entrar en su habitación, la detuvo con el cuerpo de inmediato.

—¿A dónde crees que vas, mamá? No puedes entrar aquí —dijo con firmeza, sin apartarse del marco de la puerta.

—Hijo, ¿dónde quedaron tus modales? Realmente estudiar en el extranjero no te sirvió de nada —replicó la Luna Ángela con desdén, cruzándose de brazos.

—Mi habitación está desordenada. No quiero que la veas así —intentó justificarse él, entrecerrando aún más la puerta para bloquear su vista.

—¡Deja de mentirme! —espetó ella—. Sé perfectamente que hay una chica adentro. Te he dicho mil veces que no quiero que ensucies esta casa trayendo a esas muchachitas para hacer tus... porquerías aquí.

—¡No pienses eso, mamá! Las cosas no son como tú crees. Sabes bien que llevo más de un mes sin traer a nadie —contestó Ángel, conteniendo la rabia.

Detrás de la puerta, Milagro escuchaba todo. Sus manos temblaban, su corazón se encogía. Le dolía la forma en que la madre de Ángel hablaba.

—Sé que has cambiado... —continuó la Luna Ángela con voz más baja, pero igual de dura—. Pero lo hiciste porque te gusta alguien. Y cuando consigas lo que quieres de esa joven, volverás a tus andanzas. Siempre lo haces.

—¿Por qué siempre piensas lo peor de mí? —replicó Ángel con la voz entrecortada—. Soy tu hijo, pero al que defiendes, al que cuidas, es al adoptivo. Yo siempre soy el villano en esta historia, ¿no?

—¡No digas eso! Yo te amo más que a cualquier cosa en este mundo —afirmó ella con lágrimas en los ojos—. Pero tu hermano... él perdió a sus padres cuando apenas era un niño. Ha sufrido demasiado, y solo intentamos que no se sintiera desplazado. Eso no significa que no te ame, Ángel. ¡Tú saliste de mí! Te di la vida, y eso jamás lo voy a olvidar.

—¿Entonces por qué nunca me lo demuestras? —preguntó él, mirándola con el corazón roto.

—Solo quiero que te unas a Daniel. No abandones la manada. Los dos podrían gobernar juntos. Deja que él te guíe. Hazlo por mí —le suplicó ella, evitando responder a su dolor.

—¿Me estás pidiendo que lo ayude a él? —Ángel retrocedió un paso, herido—. Tú sabes mejor que nadie que esta manada me pertenece. ¡Soy el verdadero heredero! Pero tranquila… no voy a luchar por lo que me corresponde. Pronto me iré, y no tendrán que volver a verme jamás.

—Hijo, tú no estás listo para gobernar —dijo ella, con la voz quebrada—. Daniel sí lo está. Pero tú puedes aprender. No te des por vencido. Quédate. No me dejes. Te necesito a mi lado.

La Luna Ángela alzó una mano para acariciar su rostro, pero Ángel la apartó con frialdad.

—Tú y papá solo piensan en Daniel. Siempre ha sido así. Así que por favor, aléjate. Muy pronto haré lo mismo… desapareceré. Eso siempre fue lo que quisieron, ¿no? Por eso me alejaron de niño. Por eso me mandaron lejos de esta manada.

—¡Basta ya! —exclamó ella—. Solo queríamos que fueras una mejor persona. Por eso te mandamos lejos, para que maduraras. ¡Fue por tu bien!

—No quiero seguir hablando contigo —dijo Ángel, con un hilo de voz—. Que tengas un feliz cumpleaños con tu hijo favorito, Luna.

Y sin darle tiempo de responder, le cerró la puerta en la cara.

La Luna Ángela se quedó allí, en silencio, con el alma rota. Tragó saliva y susurró al otro lado de la puerta:

—Deja de perder el tiempo con esa vida que llevas… todos solo queremos tu bien, hijo…

Y entonces se alejó, arrastrando el peso del dolor en cada paso.

Milagro seguía sumida en sus pensamientos, repitiendo una y otra vez en su mente las duras palabras de la Luna Ángela.

¿Será que realmente Ángel está encaprichado conmigo? ¿Y que, después de conseguir lo que quiere, volverá a sus andanzas...? se preguntaba, con el corazón encogido.

—¿Por qué estás tan callada? —preguntó Ángel al notar su expresión ausente—. Oh… ya entiendo. Las palabras de mi madre calaron hondo, ¿cierto?

¿De verdad crees que solo eres un juego para mí? Si piensas que no soy de fiar… ¡vete! ¡Vete de mi cuarto ya! —exclamó, con los ojos enrojecidos por la furia, al borde de explotar.

Estaba harto. Harto de que nadie confiara en él. De que todos lo vieran como un vago sin futuro, un sinvergüenza sin propósito.

—Tus padres solo quieren lo mejor para ti, Ángel… por favor, escúchalos —susurró Milagro, justo antes de que él cerrara la puerta con tal fuerza que el pasillo entero pareció estremecerse.

Bajó las escaleras con rapidez, aún impactada por la reacción de Ángel, y se dirigió al comedor. Apenas entró, su madre se levantó con premura, el rostro marcado por la preocupación, y la tomó de la muñeca.

—¡Hija! ¿Dónde estabas? Te estaba buscando —le dijo con voz temblorosa.

Antes de que pudiera responder, su madre la condujo con firmeza hacia la gran mesa, donde ya se encontraban la Luna Ángela, el Alfa Héctor, Federico y Daniel. Los demás miembros de la manada ya se habían retirado.

Milagro se sentó, empujada por la insistencia de su madre, justo al lado de Daniel.

—¡Al fin! La familia está completa —exclamó el Alfa con una sonrisa impostada—. Cenemos en paz.

Pero nada de aquello tenía sentido para Milagro.

¿La familia completa? pensó con amargura. ¿Y Ángel? ¿Cómo pueden decir eso si ni siquiera está aquí? ¿Por qué lo desprecian tanto...?

La confusión la envolvía como una niebla espesa. Al voltear, notó que Daniel la observaba con atención, quizás sorprendido por la tristeza reflejada en su rostro.

Mientras comía en silencio, no podía dejar de pensar en Ángel. En sus caricias. En la forma en que la miraba. En cómo, día a día, le había demostrado que la quería.

Pero también resonaban en su mente, como una sombra persistente, las palabras de la Luna. Y si solo soy un juguete para él? ¿Un capricho más que terminará arrojando al olvido...?




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