El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 52: Un Elogio Inesperado.

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Cuando Carlos llegó a la autopista, lo primero que vio fue a Milagro semiinconsciente, abrazada con desesperación al cuerpo de Daniel. Las puertas del auto seguían trabadas, y la escena era devastadora. Daniel apenas respiraba. Su estado era crítico.

Los guerreros de la manada no perdieron tiempo: usaron la fuerza para abrir las puertas, que estaban atascadas por el impacto. Sacaron a ambos con cuidado, mientras Carlos gritaba órdenes y pedía rapidez. Cada segundo contaba.

Fueron llevados de inmediato al hospital de la manada. En la entrada, Lirio ya los esperaba con el rostro tenso y los guantes puestos. Daniel fue colocado sobre una camilla, inconsciente, su cuerpo cubierto de sangre y heridas, mientras lo llevaban directo a la sala de operaciones.

Milagro fue atendida por una enfermera, que revisó cuidadosamente cada herida. En ese momento, Milagro tomó conciencia de su propio dolor. Un corte en la cabeza sangraba profusamente, y su mano derecha necesitaba puntos urgentes. La enfermera suturó sus heridas en silencio, vendó su mano y su cabeza, y limpió los rasguños en su rostro y frente. Aun así, lo único que le importaba era Daniel.

—¿Cómo está Daniel? —preguntó con voz temblorosa.

—Su estado es muy crítico —respondió la enfermera—. Pero es un Alfa fuerte. Si alguien puede sobrevivir esto, es él. No pierdas la esperanza.

Milagro, sin decir más, se incorporó con dificultad y salió de la enfermería. En el pasillo, vio a los padres de Daniel. El Alfa y la Luna estaban sentados, consumidos por la preocupación. Apenas la vieron, el Alfa se levantó de inmediato, su mirada se posó en las vendas de Milagro con angustia.

—Milagro, hija, ¿cómo estás tú? —preguntó, acercándose. Su voz era grave, pero temblorosa, Milagro no dijo nada, solo observaba a la Luna.

La Luna, Ángela, lloraba desconsolada, su rostro hundido entre las manos. El Alfa regresó a su asiento y le acarició la cabeza con ternura, intentando consolarla.

—Por favor, cuéntanos qué pasó —insistió el Alfa, levantando de nuevo la mirada hacia ella.

Milagro asintió con la cabeza, aunque el recuerdo todavía la sacudía por dentro.

—Venía con Daniel, regresábamos de la escuela hacia la manada para el entrenamiento. Hoy era mi último día… —su voz se quebró—. De pronto, dos autos comenzaron a seguirnos. Venían rápido, demasiado. Nos acorralaron, empujaron el auto con violencia… Daniel intentaba mantener el control, quería protegerme, pero… no pudo. Uno de los autos nos golpeó tan fuerte que salimos dando vueltas por la autopista… —terminó, con la voz apagada y los ojos perdidos en el recuerdo.

—Mi hijo… ¡mi hijo no puede morir! —sollozó Ángela, rompiéndose por completo, aferrándose al brazo de su compañero.

—Tranquila, mi amor. Él es fuerte… se recuperará pronto —le dijo el Alfa Héctor a su esposa, intentando calmarla mientras ella seguía sollozando desconsoladamente.

En ese momento, los padres de Milagro llegaron apresurados al hospital. Al verla vendada y con el rostro herido, corrieron hacia ella.

—¡Hija! —exclamó su madre, abrazándola con fuerza—. ¿Estás bien?

Luego María, madre de Milagro, se acercó a Ángela y la abrazó con cariño, intentando reconfortarla, aunque la Luna seguía llorando sin poder controlar el dolor.

—Es un alivio que estés bien, hija —dijo su padre mientras le acariciaba el cabello con ternura.

—Papá… él me salvó. Daniel me salvó —murmuró Milagro, con lágrimas en los ojos.

Su padre miró hacia la sala de operaciones, donde lo tenían. Se sintió profundamente orgulloso de que su hija hubiera sido protegida por alguien como Daniel, un Alfa dispuesto a dar la vida por ella.

A pesar de todo, algo inquietaba al Alfa Héctor. El beta de la manada Trueno, que supuestamente lideró el ataque, seguía desaparecido. Era extraño, y lo preocupaba. Necesitaba respuestas, y rápido. Rogaba que lo encontraran para saber por qué había causado tanto daño a su hijo.

Una hora después, Carlos regresó al hospital. Se inclinó respetuosamente ante su Alfa y comenzó a informar:

—Mi Alfa… los agresores ya han salido de nuestro territorio. Intenté revisar las cámaras de seguridad de la autopista, pero todas fueron borradas. Esto no fue un accidente… querían matarlo —informó con gravedad.

El Alfa Héctor apretó los puños. Su mirada era fuego puro.

—Todo esto es muy extraño… No entiendo por qué el beta de la manada Trueno atacó a Daniel. No somos amigos, pero tampoco enemigos. ¿Qué propósito tenían para hacer esto?

Se volvió hacia Carlos con determinación en la voz:

—Avisa a las guardias. Queda terminantemente prohibido que cualquier miembro de la manada Trueno entre a nuestro territorio.

—Sí, Alfa. —Carlos se retiró de inmediato para cumplir la orden.

La operación continuaba. Las horas pasaban lentamente y todos los presentes estaban sumidos en el silencio, cada uno atrapado en sus propios pensamientos, rezando en lo más profundo de su corazón para que Daniel sobreviviera.

En medio de esa tensa espera, Ángel y Manuel llegaron al hospital. Apenas Ángela vio a su hijo menor, corrió hacia él y lo abrazó con desesperación.

—¡Hijo! ¡Tu hermano… tu hermano está muy grave! —exclamó Ángela entre lágrimas—. Está en el quirófano… casi pierde una mano y tiene una herida muy profunda en la cabeza. ¡Están tratando de salvarle la vida!

—¿Pero cómo sucedió esto, madre? —preguntó Ángel, con el rostro serio y la voz tensa.

—Él y Milagro venían hacia el entrenamiento aquí, en la manada… cuando fueron emboscados por detrás por unos autos —le explicó su madre, con lágrimas desbordándosele por las mejillas.

La Luna Ángela estaba completamente destrozada. Desde que Daniel era pequeño, siempre lo amó como a un hijo. A diferencia de Ángel, quien al ver llegar a ese niño extraño a su casa comenzó a alejarse, Daniel jamás se separó de ella. Siempre estuvo a su lado.




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