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La noche se cernía, pesada y cargada de una humedad premonitoria de tormenta. Dentro del club de la manada, las luces cálidas apenas mitigaban la atmósfera, mientras la música suave se mezclaba con el murmullo constante de conversaciones, risas amortiguadas y el tintineo de copas. Al principio, nadie notó el cambio. Pero cuando Ángel cruzó la entrada, su beta Manuel a su lado, una energía helada, casi tangible, invadió el recinto, sofocando la alegría.
Con paso firme, ignorando las miradas curiosas que se posaban en él, Ángel se dirigió directamente a la barra. Pocos sabían que ese club, el más renombrado y concurrido del territorio, era suyo desde hacía años, adquirido en secreto para mantener su nombre lejos de cualquier escrutinio. Sin embargo, esta noche, su presencia trascendía la de un simple dueño. Era un hermano herido, un alfa sediento de justicia.
Se sentó frente a la barra, la espalda tensa, el ceño profundamente fruncido.
—Dame algo fuerte —ordenó al cantinero, su voz apenas un susurro que no admitía réplica—, lo más fuerte que tengas.
El cantinero, un hombre alto, de piel morena y mandíbula definida, levantó la vista. Sus ojos se abrieron levemente al reconocer al imponente alfa.
—¿Lo de siempre, jefe? —preguntó con una pequeña sonrisa de respeto, casi imperceptible.
—Sí —respondió Ángel, sin rodeos, su mirada fija en el frente.
Manuel tomó asiento a su lado, observando en silencio a su alfa, la tensión palpable entre ambos. El cantinero sirvió un líquido ámbar que brillaba como fuego líquido bajo las luces tenues del bar. Ángel tomó el vaso, lo sopesó por un instante, y lo vació de un solo trago. La quemadura descendió por su garganta como un rugido contenido, un fuego interior que prometía desatar el caos.
—¿Están ambos aquí esta noche? —preguntó, su voz rasposa, sin desviar la mirada del vaso vacío.
—¿Se refiere al Alfa y al Beta de la manada Trueno? —musitó el hombre, bajando la voz con cautela.
—Sí.
El cantinero negó con la cabeza.
—El Alfa no ha aparecido. Pero el Beta sí. Está en el salón del fondo… con algunos de sus guerreros. Están celebrando, bebiendo como si hubieran ganado una guerra… dicen que mataron al hijo del Alfa Héctor.
Los ojos de Ángel ardieron con una furia apenas contenida. Sus dedos apretaron el vaso vacío como si en sus manos tuviera la garganta de su enemigo. Manuel solo lo miró, un asentimiento mudo confirmando que el momento de la confrontación se acercaba.
De repente, una figura femenina apareció cerca de la entrada. Piel clara, cabello rojo fuego que caía en ondas salvajes sobre sus hombros, y ojos astutos como dagas. Se acercó a Ángel, quien se inclinó para susurrarle algo al oído. Ella esbozó una sonrisa de lado, le devolvió el gesto, y él le habló en voz baja:
—Quiero que vayas con el Beta de la manada Trueno. Él está allá —dijo, señalándolo con la mirada—. Enciéndelo. Llévalo a una habitación. Necesito que esté solo.
Ella asintió sin preguntar, acostumbrada a cumplir favores peligrosos.
Caminó con elegancia hacia el salón trasero. El Beta de la manada Trueno, un hombre corpulento, de mandíbula cuadrada y ojos llenos de arrogancia, la notó enseguida. Al verla, empujó sin piedad a las mujeres que tenía encima, quitándoselas de las piernas como si fueran juguetes viejos.
—¡Tú, ven aquí! —le dijo, señalándola como si le perteneciera.
Ella se acercó y se sentó con gracia en sus piernas. Le susurró dulces palabras al oído, y él, embobado por su belleza y la bebida, le tomó la mano.
—Vamos… tengo algo más divertido que hacer contigo —ronroneó él, levantándose con ella a cuestas.
El grupo de guerreros silbó, rió y le brindó, sin imaginar que esa noche sería la última del beta.
Ángel observó la escena desde la barra, sin moverse. Solo sus ojos lo seguían todo.
—Prepárate, Manuel. Esta noche… alguien va a pagar.
Ángel se levantó de inmediato, seguido por Manuel. León, el camarero y encargado del club, llamó a uno de sus empleados para que se hiciera cargo de todo en su ausencia. No quería perderse el espectáculo que su alfa iba a dar esa noche. Estaba emocionado: hacía mucho tiempo que no luchaba a su lado, desde que Ángel le había confiado la supervisión del club. A pesar de que no pertenecía a esa manada, León había obedecido sin quejarse, vigilando cada movimiento en ese territorio por órdenes directas de su alfa.
Caminaron juntos hasta detenerse frente a una de las habitaciones. Manuel, algo impaciente, le preguntó a su alfa por qué no entraban de inmediato.
—Debemos esperar... —respondió Ángel con una sonrisa cruel—. Al menos que se baje los pantalones, que la acaricie un poco antes de dar sus últimos respiros.
Sus palabras rezumaban una oscuridad que helaba la sangre.
Pasaron unos segundos, quizás minutos, hasta que Ángel puso finalmente la mano sobre el pomo de la puerta. Al girarlo, notó que estaba cerrada. Dio media vuelta y le ordenó a Manuel, con voz firme:
—Derrúmbala.
Manuel asintió, la orden de Ángel no requería réplica. Con una patada devastadora, la puerta cedió al instante, abriéndose de golpe y estrellándose contra la pared con un estruendo.
El hombre en la cama se sobresaltó, su rostro se tiñó de un pálido miedo. No había escapatoria: la mujer ya estaba sobre él, bloqueando cualquier intento de huida. La apartó con desesperación justo cuando León, el dueño del bar, entraba y cerraba la puerta tras ellos, sellando la habitación.
—Beta, nos encontramos de nuevo —exclamó Ángel, su voz firme y cargada de una autoridad innegable.
El hombre, ahora identificado como el beta Ramón, se irguió de inmediato, el pánico reflejado en sus ojos. Conocía a Ángel, y esa sola verdad bastaba para encender todas las alarmas en su cuerpo. Su manada, había jurado obediencia a la Luna Oscura la manada de Ángel, como parte de un pacto que prometía paz a cambio de sumisión.