El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 54: El Toque del Alfa

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Mientras tanto, en el hospital, Milagro permanecía sentada en la sala de espera, su mirada fija en las implacables luces rojas del quirófano. Anhelaba con cada fibra de su ser que la operación terminara. Desde la tarde, los cirujanos seguían trabajando en Daniel, y la incertidumbre se estancaba en el aire.

El alfa Héctor caminaba de un lado a otro, su molestia palpable. Su enojo no solo provenía de la crítica situación de su hijo, sino de la irritante ausencia de Ángel.

—No puedo creerlo —gruñó—. Acaban de avisarme que lo vieron en el club. ¿Cómo es posible que se haya ido a festejar con sus amigos mientras su propio hermano está en el quirófano?

La luna Ángela intentó calmarlo:

—Héctor, por favor cálmate…

—¿Que me calme? ¿Cómo quieres que me calme en una situación como esta? ¡Mi hijo lleva más de cinco horas luchando por su vida! Si fuera yo el que tuviera a mi hermano en esa sala, jamás me iría a una fiesta. Me quedaría aquí, apoyándolo, rezando por él. Pero ¿qué hace Ángel? ¡Nos deja solos! No está con nosotros en el momento que más lo necesitamos —exclamó, con lágrimas en los ojos, dominado por la rabia y la impotencia.

Federico, que los escuchaba, asintió con seriedad.

—Tienes razón, Héctor. Él debería estar aquí por respeto, no solo como hijo, sino como parte de esta familia. Daniel será su futuro alfa. No es solo su deber, es su sangre.

El ambiente se cargó de una tensión pesada, incómoda. Fue entonces cuando Milagro, con la voz entrecortada pero firme, alzó la mirada e interrumpió suavemente:

—Perdón… pero lo que importa ahora es que Daniel salga bien de esto. Tal vez… cuando todo pase, podamos hablar con Ángel. Creo que lo más importante ahora es Daniel, —dijo Milagro, con suavidad, pero con una convicción que resonó en la sala—. Por favor, recemos para que pronto salga del quirófano… y que lo haga estable.

El alfa Héctor la miró en silencio durante varios segundos. Luego parpadeó, bajó la cabeza y asintió, aceptando sus palabras. Uno a uno, todos se unieron en oración, un coro silencioso de esperanza.

Mientras Milagro rezaba, su mente revivía, una y otra vez, los momentos del accidente. La angustia, el miedo, la sangre… Era tanto el peso emocional que sus manos temblaban, y apenas podía contener las lágrimas. Estaba al borde del colapso.

Después de varios minutos de silencio y plegarias, la luz roja del quirófano finalmente se apagó. Todos se pusieron de pie de inmediato, llenos de una renovada esperanza. La luna Ángela alzó las manos al cielo, agradeciendo a Dios con el corazón desbordado de fe.

—Gracias, Milagro —le dijo, tomando su mano con gratitud—. Nos diste fuerza cuando más lo necesitábamos.

En ese momento, la doctora Lirio, jefa de urgencias, salió del quirófano. Se quitó la mascarilla y los guantes con un gesto cansado, arrojándolos en un cubo cercano. Todos corrieron hacia ella, la ansiedad grabada en sus rostros.

—¿Cómo está mi hijo? —preguntó Ángela, la voz apenas un hilo tembloroso.

—La operación fue un éxito, sin embargo—respondió Lirio con voz serena, pero su pausa fue tan perceptible que la incertidumbre flotó en el aire.

—¿Sin embargo qué? —interrumpió el alfa Héctor con fuerza, su paciencia agotada—. ¡Dilo, mujer!

—Él no está fuera de peligro —confesó la doctora, bajando un poco la mirada—. Durante la cirugía tuvimos que extraerle un fragmento de vidrio del cerebro. No sabemos aún si alguna de sus neuronas ha sido comprometida. Es fundamental que despierte. Solo cuando lo haga podremos evaluar si su cerebro está bien o si hay alguna secuela.

Un silencio pesado se apoderó de la sala, denso y opresivo.

—No podemos hacer hipótesis todavía —añadió Lirio—. Solo debemos esperar… esperar a que él despierte, para revisarlo cuidadosamente.

Desde el quirófano, las cortinas de las ventanas se alzaron, permitiendo a los familiares ver al paciente. Daniel estaba entubado, inmóvil en la cama, completamente dormido. Su cuerpo parecía frágil, casi etéreo. Milagro no pudo contener las lágrimas. Verlo allí, respirando gracias a las máquinas, le revolvió el alma. No podía creer que estuviera vivo y, aun así, tan cerca de la muerte.

—Jamás imaginé a mi hijo así… tan débil, postrado en una cama, casi muerto —sollozó la luna Ángela, el rostro pegado al cristal.

—No, mujer —la interrumpió el alfa Héctor con voz firme—. Él no es débil. Él es fuerte. Va a salir de esto. Confía. —Y la abrazó con fuerza, como si en ese gesto pudiera transferirle su propia fe inquebrantable.

Después de varios minutos, el alfa les habló a ambas mujeres con suavidad:

—Deben descansar. Yo me quedaré vigilando a nuestro hijo esta noche.

María, la madre de Milagro, ya se había marchado a casa horas antes, aquejada por un fuerte dolor de cabeza. Federico, mirando a su hija con preocupación, le habló con cariño:

—Vamos, hija. Necesitas dormir.

Milagro no quería irse. Insistía en quedarse, en estar allí cuando Daniel despertara. Pero su padre fue firme:

—Debes recuperarte también. No eres de piedra.

Finalmente, Milagro accedió. Ambos se despidieron de la luna Ángela, que también decidió quedarse al lado del alfa Héctor, y partieron.

Al llegar a casa, Milagro se dejó caer en su cama, completamente agotada. Su cuerpo, ahora que el caos había disminuido, comenzó a recordarle cada golpe, cada rasguño. Todo le dolía, todo le ardía como si los recuerdos se hubieran incrustado en su piel, una quemadura constante.

Se obligó a levantarse y se sumergió en un baño de agua tibia, buscando calmar no solo sus músculos tensos sino también su alma herida. Luego, se recostó bajo las sábanas, cerró los ojos y cayó en un sueño profundo. Lo que no sabía era que, en el silencio de la noche, alguien cruzaría el umbral de su habitación. No venía a hacerle daño, sino a sanar.

En la oscuridad de la noche, un coche negro se detuvo frente a la casa. Del interior bajó rápidamente Ángel, quien se sentó en el capó para encender un cigarro, aguzando el oído, atento a cualquier sonido. Al percibir el profundo silencio que envolvía la vivienda, supo que todos dormían.




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