El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 56: Corazón a la Deriva.

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Ángel salió del hospital, el ceño tan fruncido que le dolía. El corazón le golpeaba con la rabia contenida, una furia salvaje que nada tenía que ver con la emoción. No podía creer lo que sus ojos acababan de presenciar: Milagro aceptando ser la novia de su hermano Daniel. Esa imagen, como una herida abierta, se había incrustado en su mente. ¿Cómo podía ella, después de todo lo que habían vivido, de todo lo que habían sentido?

Abrió la puerta del coche con una violencia que hizo temblar el armazón y se dejó caer en el asiento del conductor. Encendió un cigarrillo con manos temblorosas, el humo escapándose entre sus labios mientras bajaba la ventanilla de golpe. El caos era absoluto en su mente, un torbellino de rubí a sangre. Quería arrasar con todo. Nada tenía sentido. Nada importaba.

Piso el acelerador, pero el teléfono comenzó a sonar. Lo ignoró, los dedos tamborileando en el volante, la mandíbula apretada. El sonido, sin embargo, era implacable. Con un gruñido gutural, finalmente lo sacó del bolsillo y lo llevó a su oído.

—¿¡Qué!? —rugió, la voz áspera como lija.

—Alfa… —la voz de Manuel, su beta, sonó cautelosa al otro lado—. La manada nos necesita. El Alfa de la Manada Trueno nos ha atacado. Los guerreros resisten, pero usted sabe bien que una manada sin su líder es vulnerable. Debemos irnos ya.

Ángel soltó una carcajada amarga.

—Ese imbécil de Trueno realmente busca vengarse por lo que le hice a su beta. Me subestima si cree que voy a permitirle algo.

—Sí, mi señor. Así lo creo también —respondió Manuel con una firmeza inquebrantable.

Un silencio tenso se instaló. La mirada de Ángel se desvió al retrovisor, como si pudiera ver el hospital reflejado, ver a Milagro… verla con él.

—Tú quédate en esta manada —ordenó de repente, la voz cargada de una extraña urgencia—. Vigila cada movimiento de Milagro. Quiero detalles. Todo. Cuídala.

—No se preocupe, Alfa. También estaré pendiente de mi mate. Aunque ya no sepa que lo es… debo protegerla hasta que llegue el día de su cumpleaños. Entonces, podré llevármela.

—Estamos hablando de otra cosa —cortó Ángel con un tono seco y cortante.

Con un movimiento cortante, arrojó el cigarro por la ventana, la brasa incandescentes perdiéndose en el aire. Un rugido gutural brotó de su pecho mientras encendía el motor. El coche respondió con un estruendo feroz, como una bestia herida que por fin ha encontrado su presa. Directo a Luna Oscura, su manada. Iba a luchar. Iba a canalizar su furia desatada, y quizá, solo quizá, en el fragor de la batalla, lograría silenciar la insistente imagen de ella en su mente.

Pero al pisar sus tierras, la esperada calma se desvaneció. Su rabia, lejos de menguar, se cristalizó en una determinación helada. Sin preámbulos, lideró a sus guerreros en un ataque relámpago contra la Manada Trueno. Fue una embestida brutal, carente de cualquier misericordia. La aniquilación fue su único objetivo, dejando un rastro de devastación a su paso.

Había pasado un mes desde que Ángel se desvaneció en el aire.

Desde aquel fatídico día en el hospital, el rastro de Ángel había desaparecido por completo. Su teléfono, mudo; su auto, ausente de la manada; ni siquiera su padre, Héctor, el Alfa, había podido localizarlo. Era como si la tierra se lo hubiera tragado. Su ausencia era un peso innegable para todos, pero para Milagro, era un dolor constante, una punzada recurrente en el alma.

Externamente, la vida de Milagro era la imagen de la perfección. Ella y Daniel eran ahora una pareja oficial. Él lo había anunciado a bombo y platillo en los pasillos de las escuelas, con una mezcla de orgullo y posesión. Proclamaba que ella era su futura Luna, una declaración que la manada entera aceptaba. La respetaban, la veían como una reina en ciernes, la hija ejemplar del beta, destinada a desposar al Alfa.

Una fachada impecable. Una vida construida sobre arena.

Porque en su interior… la realidad era muy diferente.

Milagro no amaba a Daniel. Lo respetaba, sí; admiraba su fortaleza y su protección, una gratitud que era sincera. Pero su corazón no se aceleraba por él, no respondía a sus atenciones. Cada caricia, cada gesto romántico, se sentía como una obligación silenciosa, algo que debía pagar por la seguridad y el cuidado que él le había ofrecido.

Y a pesar de todo… la imagen de Ángel persistía, una sombra ineludible.

Él había cortado la comunicación al apagar su teléfono. Pero no podía apagar la corriente subterránea de sus sentimientos. Desde el día de su partida, Milagro había llorado en silencio cada noche. Lloraba por una ausencia que no lograba articular, por un apego que se negaba a reconocer. ¿Era amor? ¿La inexplicable conexión de su loba? ¿Un capricho del destino? No lo sabía. Solo que una parte de ella se había fragmentado el día que él desapareció.

Muchas de las chicas de la manada, resentidas por su nuevo estatus de "novia del Alfa", la observaban con miradas llenas de desprecio y susurros cargados de malicia. Intentaban hacerla sentir ajena, una intrusa. Pero Milagro, ya sin fuerzas para confrontaciones, las ignoraba. Su energía estaba agotada.

Vivía en un mundo de apariencias: sonrisas que no nacían del alma, besos en la mejilla que no despertaban nada. Todo porque sentía que había perdido algo irrecuperable… o a alguien fundamental.

Y en medio de ese vacío palpable, su único anhelo era una señal.

Un mensaje. Una mirada. Un regreso.

Pero Ángel no volvía.

Y Milagro… comenzaba a ceder a la angustia de preguntarse si lo haría alguna vez.

Aquel día, Milagro llegó tarde al instituto. Había perdido la primera clase debido a la insistencia de su madre en un "desayuno completo", algo que aceptó a regañadientes, aunque en el fondo apreciaba el amor materno. Sin embargo, aquel pequeño retraso marcó el comienzo de un día distinto.




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