El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 57: Raíces de Rencor.

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La noche se posó sobre la manada como un manto de terciopelo oscuro, envolviendo cada rincón con su silencio.

En el ostentoso gran comedor, la mesa, un imponente roble pulido, estaba servida con una exquisitez casi ceremonial: los mejores platos humeantes, copas de cristal relucientes que atrapaban la escasa luz y, flotando en el aire, una tensión tan palpable que casi se podía cortar con un cuchillo.

Federico, Daniel y el imponente Alfa Héctor acababan de regresar de la tensa reunión en la manada Valle, y ahora, todos los miembros de la familia se sentaron a cenar sumidos en un silencio sepulcral, sus mentes atrapadas en la sombría reflexión de lo discutido hace unos minutos.

Las noticias no eran alentadoras, más bien un presagio gélido: la manada Trueno había sido aniquilada por completo, reducida a escombros y cenizas. Sus guerreros, la flor y nata de su fuerza, yacían muertos, y solo las mujeres, los niños y aquellos que se habían arrodillado en una humillante sumisión habían sido perdonados, arrastrando una existencia de servidumbre.

Nadie sabía la verdadera identidad del Alfa de la temida manada Luna Oscura, pero su poder, una fuerza elemental y despiadada, comenzaba a tejer una tela de terror entre todos, infiltrándose en cada conversación, en cada mirada.

Justo cuando el Alfa Héctor, con su voz resonante, iba a romper el pesado silencio que los asfixiaba, el crujido de pasos lentos y deliberados en la escalera rompió la quietud.

Todas las cabezas se giraron, casi al unísono, al ver a Ángel descender, con una mujer voluptuosa abrazada a su cuello, su mano deslizando con descaro las facciones de su rostro, mientras él le susurraba frases inaudibles al oído, una intimidad descarada expuesta a la vista de todos.

El silencio que siguió fue un puñal helado que atravesó la estancia. Los ojos de su madre, Ángela, se abrieron de par en par, reflejando una mezcla de horror y asombro, Héctor, se levantó de su silla con un estruendo.

—¡Saca a esa mujer de nuestra casa ahora mismo! —gritó su madre, su voz vibrando con una furia apenas contenida.

—¡Ángel! ¿Qué demonios haces? —exclamó Daniel, poniéndose de pie con un ademán brusco, su ceño fruncido en señal de desaprobación—.

¡Basta de estas payasadas! ¡Estamos al borde de una guerra, al borde de la aniquilación! ¡Empieza a comportarte como el guerrero que se supone que deberías ser!

Pero Ángel, lejos de inmutarse o alterarse por la reprimenda, soltó una carcajada burlona, un sonido hueco y despectivo que llenó todo el salón, haciendo eco en las paredes y provocando un escalofrío en la espina dorsal de los presentes.

Con una estudiada lentitud, se inclinó y depositó un beso prolongado en los labios de la mujer, justo delante de todos, en un acto de flagrante desafío.

Milagro, que observaba la escena desde el otro extremo de la mesa, un rincón sombrío donde su presencia apenas era notada, sintió como si algo dentro de ella se quebrara en mil pedazos. Su corazón se oprimió con una fuerza brutal, un dolor agudo que le robó el aliento. No entendía por qué, pero dolía… dolía de una manera insoportable.

La mujer, visiblemente incómoda por la densa atmósfera de reproche, se apartó de Ángel con un movimiento brusco y salió de la casa a toda prisa, casi huyendo. Ángel estaba a punto de subir las escaleras, un velo de desinterés aún en su rostro, cuando una voz resonante y cargada de autoridad lo detuvo en seco.

—¡Ángel, ven y siéntate con nosotros! —ordenó el Alfa Héctor con voz firme, su mandíbula tensa.

Todos quedaron en shock, la respiración contenida en sus pechos. Ángel miró a su padre con una incredulidad apenas disimulada, sus ojos brillando con un desafío silencioso.

Daniel, por su parte, frunció el ceño con desconcierto. ¿Qué demonios estaba haciendo el Alfa? ¿Por qué esta repentina indulgencia?

Ángel se giró despacio, sus movimientos fluidos y arrogantes, sin borrar la sonrisa irónica de su rostro, una mueca que parecía burlarse de la situación.

—¿Me estás tomando el pelo, Alfa?

—No, Ángel —respondió Héctor con una seriedad que no admitía réplica, su voz baja pero cargada de una autoridad inquebrantable—. Dijiste que pronto te irías para siempre, que nos abandonarías. Entonces, al menos, dignifícate a compartir los últimos meses que estarás con nosotros. Aún somos… familia.

Ángel entrecerró los ojos, la ironía pintada en su rostro se transformó en una chispa de resentimiento.

—¿Y yo soy parte de esta familia, acaso? ¿Realmente lo soy?

—Desgraciadamente, lo eres —contestó Héctor con una frialdad cortante, su voz un filo de acero.

Ángel lo miró fijamente durante un largo instante, una batalla silenciosa librándose en sus ojos, hasta que, con un movimiento que denotaba resignación y desafío a partes iguales, se sentó con ellos. Su presencia llenó la sala como una sombra, oscura y tangible, alterando el equilibrio de la cena, marcando el inicio de un nuevo y tenso capítulo.

Milagro lo observaba desde su lugar en la mesa. Se repetía mentalmente, con la voz de la razón resonando en su cabeza: "Es un chico malo, Milagro. No lo mires, olvídalo. Concéntrate en Daniel, en tu novio, en lo que es seguro, en la estabilidad que él representa." Pero su corazón, caprichoso y desobediente, latía con un ritmo propio, ajeno a la lógica.

—No sabemos lo que podría pasar si ese Alfa decide atacarnos —dijo Federico en voz baja, casi un murmullo, retomando el sombrío tema de la reunión—. Ese sujeto de la manada Luna Oscura es impredecible, una fuerza desatada. No dejó nada en pie de la manada Trueno.

Daniel asintió con gravedad, su rostro endurecido por la preocupación.

—Necesitamos una alianza. Ese Alfa… si atacó a Trueno, es porque tuvo sus razones, motivos que desconocemos. Tal vez hizo lo correcto deshaciéndose de quienes intentaron matarme, ese Alfa y su Beta. Es un movimiento audaz, sin duda, pero terriblemente efectivo.




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