El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 59: ¡Mate!

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Milagro dio un trago largo, casi un desafío, al segundo vaso. El ardor, aunque aún presente, ya no era tan violento como el primero; una capa de insensibilidad comenzaba a adormecer su garganta.

Sus pensamientos se volvieron más lentos, difusos, y su mente, antes un torbellino de emociones, se sentía ahora extrañamente ligera, como si flotara sin peso.

El ruido ensordecedor de la música, el estallido de las luces y el murmullo de las conversaciones se mezclaban en una amalgama indistinguible, una sinfonía caótica que apenas lograba percibir. Se volvió hacia León, la curiosidad agudizada por el alcohol.

—¿Y tú cómo conociste a Ángel? —preguntó, su voz un poco arrastrada, pero con una determinación que el licor no había logrado apagar.

León se recostó en la barra, una sonrisa ladeada y enigmática dibujada en sus labios, sus ojos observándola con un brillo divertido.

—Eso es una historia… larga. Nos conocimos en el extranjero, en tierras lejanas. Yo pertenecía a otra manada, una próspera y fuerte. Pero… un Alfa poderoso, implacable, destruyó la mía por completo. Derrotó a nuestro líder, lo humilló y lo quebró. Y cuando todo parecía perdido, cuando la muerte acechaba a cada esquina, preferí unirme a él antes que morir deshonrado.

Milagro entrecerró los ojos, intentando procesar la avalancha de información que se le presentaba, los engranajes de su mente girando con dificultad.

—¿Y ese Alfa es de la manada Luna Oscura? —preguntó, la pregunta crucial escapando de sus labios—. ¿Ángel… qué tiene que ver Ángel con ese Alfa? ¿Hay alguna conexión?

León sonrió con un aire aún más misterioso, una chispa de conocimiento oculto brillando en sus pupilas.

—Es algo que no puedo comentarte, Milagro. Son secretos que no me pertenecen. Pero lo que sí te puedo asegurar es que desde ese momento, desde que se dio la oportunidad… vine aquí con Ángel y, te lo juro, no me arrepiento de nada.

Milagro se perdió en sus pensamientos, la figura imponente del Alfa de Luna Oscura bailando en su mente. ¿Será que Ángel lo conoce íntimamente? ¿Podría Ángel pertenecer a esa manada tan temida, ser parte de esa fuerza imparable?

Pero sus ideas, como burbujas en un vaso de champagne, se desvanecían tan rápido como venían, efímeras y fugaces. El alcohol, como una manta cálida y borrosa, comenzaba a envolverla por completo, distorsionando la realidad y suavizando los bordes de sus preocupaciones.

En ese instante de embriaguez incipiente, una figura familiar se acercó y se sentó junto a ella en el taburete vacío, su presencia calmada contrastando con el torbellino de la fiesta.

—Hola, Milagro —saludó con voz suave, una familiaridad reconfortante en su tono. Era Manuel, el amigo y eterno confidente de Ángel.

—¡Ey, Manuel! —respondió León, extendiendo una mano amigable para estrechar la de su colega—. ¿Conoces a esta preciosura? Vaya, el mundo es un pañuelo.

—Claro que sí —dijo Manuel, una sonrisa sincera iluminando su rostro. Miró a Milagro con una calidez genuina, sus ojos llenos de una afecto tranquilo—. Ya veo que conociste a León… es un personaje.

León se rió, su mirada coqueteando pero con un respeto implícito, un brillo de admiración en sus ojos.

—Sí. Es una preciosura, la verdad. Tiene una mirada que hipnotiza, que te atrapa.

Milagro sonrió tímidamente, una mezcla de vergüenza y placer recorriéndola. No sabía cómo responder a tales cumplidos, sus mejillas ligeramente sonrojadas. Pero antes de que pudiera articular una palabra, una voz resonante y cargada de urgencia gritó con fuerza, abriéndose paso entre la ensordecedora música y las risas:

—¡Mate! ¡¡Mate!!

Adela apareció entre la multitud danzante, una aparición luminosa y caótica. Sus ojos, antes llenos de alegría, ahora rebosaban lágrimas que brillaban bajo las luces, pero en sus labios se dibujaba una sonrisa radiante, casi de éxtasis.

Corrió directamente hacia Manuel, su cuerpo una flecha impulsada por una fuerza invisible, y se lanzó a sus brazos con una entrega total. Él la recibió con una fuerza descomunal, levantándola en el aire con una facilidad asombrosa, sus manos firmes aferrándola como si fuera el tesoro más preciado, sin soltarla ni por un instante.

El grito, esa exclamación primigenia de "¡Mate!", había sido tan claro, tan natural, que todo a su alrededor pareció detenerse, el tiempo ralentizándose para ser testigo de ese instante sagrado.

—Lo sabía —murmuró Manuel con voz ronca, apenas audible sobre el pulso lejano de la música, su rostro hundido en el cabello de Adela—. Siempre lo supe. Desde antes pero hoy en el momento que mi lobo irrumpió al entrar en este lugar, me aseguró que hoy debía decírtelo, tienes un olor muy delicioso, el más embriagador que jamás había percibido. Perdón por no ir inmediatamente por ti, seguía la estricta orden de mi Alfa, al intentar complacerlo, reprimí por un fugaz momento tu esencia, tu aroma inconfundible.

Momentos antes, Ángel había visto la llegada de Manuel y, con una voz cargada de una autoridad inquebrantable, le había ordenado que cuidara a la Luna, refiriéndose a Milagro.

Manuel, leal hasta la médula, había reprimido su propio deseo, su impulso primario de encontrar a su mate, de lanzarse en busca de su otra mitad, pero ella, por una caprichosa jugarreta del destino, lo había encontrado a él, la había llamado con la fuerza de su alma.

Manuel la abrazó con una intensidad brutal, como si Adela fuera el mismísimo aire que respiraba, su vida entera condensada en ese cuerpo que ahora sostenía. Y entonces, ella lo besó.

Fue un beso profundo, salvaje, desesperado. Un beso que hablaba de una espera milenaria, de almas que se habían buscado a través de vidas, un torrente de emociones desatadas. Como si ambos hubieran aguardado toda la vida ese instante, ese encaje perfecto de sus labios, ese reconocimiento visceral.




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