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Milagro, con el corazón ardiendo como una brasa y las emociones desbordadas por el ron que corría por sus venas, no dejaba de observar a Ángel.
Él, ajeno a su tormento, continuaba bailando con esa chica desconocida, una loba descarada que se pegaba a su cuerpo con una intimidad que Milagro sentía como un golpe físico. Reía, le susurraba al oído, sus dedos rozaban su piel… y cada gesto, cada mínima interacción, era una daga caliente que se hundía una y otra vez en el pecho de Milagro, vaciándola de aire.
Los celos eran una bestia insoportable, un fuego abrasador que le devoraba las entrañas.
Tomó aire con una fuerza desesperada, un jadeo audible, dio un trago más a su vaso de ron, sintiendo el líquido quemarle la garganta, y de repente se levantó con una decisión arrolladora, casi violenta.
Se dirigió al centro de la pista, un torbellino de rabia contenida, ignorando las miradas curiosas, los juicios silenciosos que se cernían sobre ella. Y entonces, empezó a bailar sola.
Cada movimiento de sus caderas, cada giro de su cuerpo, era una mezcla explosiva de rabia pura, sensualidad desinhibida y desafío. Su cuerpo hablaba por ella, y hablaba alto, gritando su dolor y su furia en la oscuridad de la noche.
Ángel la vio. Al principio, una chispa de sorpresa cruzó sus ojos ahora oscuros, luego, algo más profundo, más intenso y peligroso: un deseo primario que no podía ocultar.
Milagro movía las caderas con una fluidez casi hipnótica al ritmo de la música, su rostro adornado con una sonrisa de burla, como si nada pudiera tocarla, como si el dolor no existiera.
Pero por dentro, ardía en lágrimas invisibles, una tormenta silenciosa. Se giró lentamente hacia Ángel y, sin un ápice de miedo, le sostuvo la mirada, sus ojos desafiándolo, mientras bailaba con un descaro provocador. Coqueteaba abiertamente, cada movimiento una invitación y un reto. Quería que la viera. Que sufriera, al menos por un instante, como ella lo estaba haciendo.
Pasaron minutos eternos, dilatados por la tensión que vibraba entre ellos, por el estruendo del club y la embriaguez de Milagro.
Hasta que Ángel, con un gesto brusco y carente de delicadeza, empujó a la chica que lo acompañaba sin siquiera mirarla, como si fuera un estorbo.
Avanzó con paso firme y determinado hacia Milagro, su mandíbula tensa, sus ojos fijos en ella. La tomó del brazo con una fuerza contenida, sus dedos apretándola sin herirla, pero dejando clara su autoridad.
—¿Qué demonios te sucede? ¿Por qué bailas de esa manera, con esa… exhibición? —le dijo entre dientes, su voz baja y áspera, cargada de una mezcla indescifrable de ira, confusión y quizás, una pizca de temor.
Milagro soltó una carcajada estridente, desquiciada, que se perdió entre la música. Estaba ebria, herida… y peligrosamente, brutalmente sincera. Con una fuerza inesperada, lo empujó hacia atrás y continuó bailando, ignorándolo por completo, como si él nunca hubiera significado nada, como si fuera una sombra en su visión periférica.
Ángel no se movió, anclado al suelo por una mezcla de asombro y frustración. Solo la miraba, sus ojos oscuros clavados en cada curva de su cuerpo. Se alejó unos pasos, fingiendo indiferencia, pero sus ojos la devoraban desde la distancia, con una mezcla hirviente de enojo, deseo, y algo más profundo que se negaba a reconocer, una emoción que lo quemaba por dentro.
Milagro siguió bailando, entregándose al ritmo, ignorando a los chicos que se le acercaban con miradas lascivas. No quería a ninguno. Solo quería olvidar, difuminar el dolor en el alcohol y el movimiento.
Hasta que su bolso vibró contra su cadera, un llamado abrupto que la trajo de vuelta a la realidad.
Tomó el celular, tambaleándose ligeramente, y miró la pantalla, sus ojos esforzándose por enfocar el nombre.
Daniel.
Su sonrisa de desafío se apagó como una vela al viento. El alcohol aún dominaba sus sentidos, pero ese nombre, el de su novio, el que representaba la "seguridad", la hizo reaccionar con una punzada de culpa y una bofetada de realidad.
Con un suspiro tembloroso, una mezcla de resignación y alivio, salió del club, dejando atrás la música atronadora, la pista de baile donde había desahogado su tormento, y a Ángel.
Él, inmovilizado en la distancia, la seguía con la mirada, la mandíbula apretada y el corazón golpeando fuerte contra sus costillas, mientras la veía desaparecer entre las luces y las sombras de la noche.
Ángel, con una velocidad sorprendente, atrapó a la chica que había despreciado en la pista. Ella, que había estado intentando inútilmente retomar el baile con él, una y otra vez rechazada con gestos bruscos, ahora se encontró atrapada por su mano.
La visión de Milagro abandonando el club pareció activar un resorte en él. Con una brusquedad casi cruel, tomó la mano de la loba y salió también del establecimiento, arrastrándola tras de sí.
Sus ojos, oscuros y penetrantes, no se despegaba de la silueta de Milagro mientras la veía alejarse por la calle. El se le adelantó y tomó de la cintura a la mujer a su lado, la pegó a su cuerpo y, con una violencia calculada, la recostó contra el áspero tronco de uno de los árboles que bordeaban la acera, y la besó con una ferocidad que no era para ella, sino para desahogar también su dolor.
El celular de Milagro seguía vibrando con insistencia en su mano, una molestia persistente en el caos de sus sentidos. Con un gesto torpe, que delataba su estado, aceptó la llamada. Aún sentía el sabor amargo y ardiente del ron en la lengua, un regusto metálico, y el ardor punzante de los celos le quemaba el pecho, una herida abierta.
—¿Hola? —saludó Daniel, su voz serena y suave, tan diferente del estruendo que la rodeaba, que sonó como un eco de un mundo lejano.
Milagro apretó los labios con fuerza antes de responder, conteniendo una oleada de irritación, pero su tono, cuando habló, fue seco y áspero, cargado de una amargura que no pretendía ocultar.