El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 61: Dueño de Mi Boca.

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Ambos siguieron caminando por la calle oscura, pero el silencio entre ellos no era un remanso de paz, sino una densa neblina que se colaba entre sus pensamientos, asfixiante. Ángel apretaba los puños, su mandíbula tensa delataba su visible molestia, algo que Milagro no pasó por alto.

—¿Qué te pasa? —le preguntó ella, con una firmeza que contrastaba con su propio malestar—. Debería ser yo quien esté enfadada, no tú.

Ángel giró el rostro hacia ella, sus ojos brillando como brasas encendidas en la penumbra.

—¡Eres tan descarada! —le espetó, con la voz apenas un murmullo cargado de rabia contenida—. ¿Cómo se te ocurre preguntarme eso? ¿Cómo pudiste bailar de esa forma? ¿No te dabas cuenta de cómo te devoraban con la mirada? ¿Sabías lo que esos hombres pensaban de tu cuerpo? Estuve a punto de... de asesinarlos a todos.

Milagro soltó una risa irónica, teñida de exasperación.

—¡Descarado tú! —le devolvió, el eco de sus palabras resonando en la calle solitaria—. ¿Cómo se te ocurre volver a actuar como un playboy? ¿No me dijiste que te guardarías para tu compañera?

Ángel también rió, una risa cínica y fría. Sacó otro cigarrillo del bolsillo y lo encendió con una lentitud exasperante. Esta vez, Milagro no intentó detenerlo. Se limitó a observarlo con una mirada de desaprobación que él ignoró.

—Deja de fumar, es malo para tu salud —repitió ella, la advertencia teñida de una frustración familiar.

Él sopló el humo hacia el cielo, sin dignarse a mirarla.

—¿Y tú qué derecho tienes a decirme eso? Preocúpate por tu novio, no por mí.

Milagro apretó los labios, el argumento de Ángel era innegable, punzante. Tenía razón, pero... ¿cómo silenciar los latidos desbocados de su corazón cada vez que él estaba cerca? ¿Cómo ordenarle que se detuviera, cuando la miraba de esa manera, con esa mezcla de dolor y reproche?

Bufó, una exhalación corta y cargada de impotencia.

Ángel se volvió de inmediato, su dolor palpable.

—¿Así que ahora te causo risa? ¿Soy un payaso para ti? —le reclamó, su voz cargada de un dolor que Milagro no esperaba.

—No entiendo, Ángel… ¿Qué es lo que quieres de mí? —le gritó Milagro, desafiándolo con la mirada. Pero al ver el cambio de color en sus ojos, de un azul profundo a un intenso naranja, su determinación flaqueó y retrocedió instintivamente.

Él no respondió. En cambio, avanzó con pasos rápidos hacia ella, hasta empujarla suavemente hacia el interior del bosque. Milagro intentó detenerlo, pero Ángel fue más fuerte, más decidido. La arrastró entre árboles y sombras hasta que, de pronto, la empujó al suelo y se montó sobre ella.

—¿Sabes qué quiero? —murmuró con la respiración agitada, sus ojos fijos en los de ella—. A ti. No quiero que seas de mi hermano… Quiero que seas de mi propiedad. Solo mía.

Le alzó las manos por encima de la cabeza, sujetándolas con firmeza. Milagro jadeaba, no por miedo, sino por la fuerza de la emoción que la embargaba. Entonces, Ángel bajó el rostro y la besó. Un beso salvaje, profundo, cargado de deseo irrefrenable, pero también de una inesperada ternura.

Milagro se dejó llevar. No entendía cómo, pero su corazón latía con una fuerza desbocada, con un ímpetu que jamás había sentido junto a Daniel, aunque cuando intentaba tener algún contacto físico con él, ella lo rechazaba.

Con Ángel, era como si el mundo se disolviera bajo sus pies, como si su cuerpo dejara de existir para elevarse entre nubes. No pensó, no razonó. Solo se entregó a esa sensación… una sensación que solo él podía despertar.

Ángel no se detenía. Seguía besándola como si su vida dependiera de ello, como si el mundo pudiera acabarse en cualquier instante y solo aquel contacto importara. Se devoraba su boca con desesperación, y ni siquiera el aire parecía necesario para continuar.

Cuando finalmente se separó, Milagro jadeaba con fuerza, su respiración entrecortada. Ángel entonces descendió con sus labios hasta su cuello y comenzó a besarlo con la misma pasión. Milagro no podía creer lo que estaba sintiendo. Sus pensamientos eran confusos, su cuerpo temblaba, pero él no se detenía. Bajó aún más, soltó sus manos y acarició uno de sus senos con una suavidad que la estremeció.

Milagro se sobresaltó. Intentó empujarlo, su mente luchando por retomar el control, pero él seguía.

—Ya… detente —le dijo con la voz entrecortada, apenas un susurro.

Ángel se detuvo al escucharla, sus ojos fijos en ella, completamente anaranjados. Su lobo lo estaba dominando, una fuerza salvaje que se manifestaba en cada fibra de su ser.

—¿De verdad quieres que me detenga? —preguntó él, con la voz ronca, densa de deseo y una pizca de incredulidad.

Milagro tragó saliva, el aliento atrapado en su garganta. —Sí… no quiero que sea de este modo.

Él la miró con una mezcla de furia y dolor, su mandíbula tensa. —Claro… seguramente no quieres que sea conmigo, ¿verdad? —La acusación se colgó en el aire, pesada—. Te gustaría que fuera Daniel el que estuviera aquí… ¿cierto?

Milagro lo miró con desconcierto, su rostro paralizado, incapaz de pronunciar palabra alguna. Él acababa de besarla, un primer beso que la había sacudido hasta los cimientos, y ahora, en medio de la nada, quería más. No podía creer el torbellino de emociones que la arrasaba. Su cuerpo lo deseaba con una intensidad brutal, su corazón latía solo por él, y su piel ardía con cada roce de su cercanía.

—Ángel… esto que estamos haciendo… no está bien —susurró Milagro, la voz apenas un hilo, finalmente.

Esa fue su respuesta, débil, cargada de una culpa incipiente.

Ángel se agachó de nuevo, acortando la distancia entre ellos. Volvió a besar sus labios, y un hormigueo recorrió el cuerpo de Milagro cuando él la tocó. Sin fuerza para resistirse, inclinó la cabeza y respondió al beso. Sus labios se movían delicadamente, pero con una desesperación creciente, como si cada segundo contara una eternidad.




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