Un suave rugido de un motor interrumpió la quietud nocturna, rasgando el silencio como una seda, cuando un auto oscuro y elegante se detuvo con sigilo frente a la imponente negrura del gran bosque.
Los faros parpadearon dos veces antes de apagarse por completo, sumiendo el entorno en la penumbra. Por un instante fugaz, la luz postrera iluminó la silueta de Ángel y Milagro, que esperaban firmes al borde de la carretera.
Milagro se mantenía con una timidez inusual, sumida en un silencio tenso, la mirada obstinadamente baja, evitando a toda costa cualquier contacto visual. Aún podía sentir el ardor punzante en sus labios por la reciente mordida de Ángel, una sensación que la quemaba, y su corazón latía con una fuerza descontrolada, un tambor impaciente en su pecho.
Ángel, con una expresión serena que ocultaba cualquier emoción, se acercó un paso a ella, invadiendo sutilmente su espacio personal. Milagro retrocedió apenas un imperceptible milímetro, un instinto de autopreservación, sin pronunciar palabra.
El silencio entre ambos era denso, pesado, cargado con el peso de emociones no dichas, de verdades a medio revelar.
En ese momento, el coche se detuvo por completo, el último suspiro del motor disipándose. León permaneció en silencio al volante, su figura inerte, sin girarse siquiera, como si fuera una extensión silenciosa del vehículo.
Ángel miró a Milagro y, con un leve pero firme gesto de cabeza, le indicó que entrara al auto.
—Es él conductor que vino a buscarnos —dijo con un tono tranquilo, casi indiferente, pero con una autoridad implícita—. Nos llevará a tu casa.
Milagro lo miró, aún un poco insegura, con la mente nublada por el alcohol y el torbellino de emociones, pero finalmente asintió, una decisión silenciosa. Se acercó al coche y subió en silencio, su cuerpo aún rígido, seguida por Ángel, quien ocupó el asiento a su lado en la parte trasera, llenando el espacio con su presencia imponente.
—Buenas noches, Milagro —dijo León con un tono cordial, su voz rompiendo la tensión—. Me alegra verte.
—Buenas noches, León —respondió ella con un leve susurro, su voz apenas audible, sin poder evitar que temblara por la vergüenza que sentía, por lo que imaginaba que León estaría pensando de ella.
Durante el trayecto, un silencio denso y opresivo envolvía el interior del vehículo. Afuera, la ciudad parecía sumida en un sueño profundo, sus luces distantes apenas un parpadeo, y todo el mundo se reducía a ese pequeño y confinado espacio entre ellos.
Milagro sentía los párpados pesados, como si una neblina la envolviera, su cuerpo flotaba apenas sobre el asiento, ligera y etérea. A su lado, Ángel la miraba en silencio, una mirada profunda e indescifrable, hasta que su voz, grave pero inusualmente calmada, rompió la inquietud del momento, una orden apenas disfrazada.
—No olvides lo que tienes que hacer —dijo en voz baja, casi un susurro que se perdió entre el ronroneo del motor—. Tienes que terminar con Daniel.
Hizo una pausa breve, permitiendo que sus palabras se asentaran en el aire, y luego añadió con una firmeza helada, cargada de posesión:
—Ya no le perteneces.
Milagro lo miró, confundida y aturdida, sin saber cómo responder a la audacia de sus palabras. Sus emociones eran una tormenta sin dirección, un caos interno que la desorientaba.
—Desde ahora —agregó él, extendiendo una mano para tomar suavemente la suya, sus dedos envolviéndolos con una calidez inesperada— tú me perteneces a mí. Solo a mí.
Ella bajó la mirada a sus manos entrelazadas, una oleada de sensaciones recorriéndola. Había algo en esas palabras, en ese tono posesivo, que la inquietaba profundamente, que encendía una alarma en su mente… y al mismo tiempo, la atraía con una fuerza inexplicable, magnética, que la dejaba sin aliento.
El auto se detuvo suavemente frente a su casa. La fachada estaba sumida en la penumbra, con una única luz encendida en el interior que proyectaba sombras alargadas y danzarinas sobre el porche, como figuras espectrales.
Antes de que Milagro pudiera siquiera mover un dedo para abrir la puerta del coche, Ángel se inclinó hacia ella. Sus labios rozaron los suyos en un beso corto, suave esta vez, pero cargado de una posesión silenciosa, de algo que ella no supo nombrar: una despedida, sí, pero también una afirmación.
Milagro bajó del coche con el corazón acelerado, un tambor desbocado resonando en sus oídos. No se atrevió a mirar atrás, sus pies la impulsaron hacia adelante.
Caminó rápidamente hacia la entrada, la oscuridad de la noche envolviéndola. Y justo cuando levantó la mano para tocar la puerta, esta se abrió sola desde dentro, con un suave crujido, como si alguien la hubiera estado esperando.
—¿Milagro?
Su madre la miró desde el umbral, con el ceño ligeramente fruncido y los brazos cruzados, una expresión de sorpresa y escrutinio en su rostro.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —preguntó, su voz teñida de asombro—. Pensé que, con tu padre fuera, pasarías la noche en el club con tus amigas. Era la fiesta de Adela, ¿no?
—Sí… pero me cansé. Quise venir a dormir —dijo Milagro con una sonrisa leve, forzada, intentando sonar casual.
Su madre la observó con atención, sus ojos escudriñadores, como si buscara algo más allá de las palabras, alguna verdad oculta. Luego, su mirada se detuvo en sus labios, el ceño profundizándose.
—¿Qué te pasó ahí? ¿Estás sangrando?
Milagro se llevó los dedos a la boca y se tocó con cuidado, sintiendo la pequeña herida. La marca aún dolía un poco, un recordatorio físico de la intensidad de la noche.
—Me lastimé mientras comía unas fresas en el club —mintió, su voz un poco más alta de lo necesario, evitando la mirada penetrante de su madre.
Su madre no insistió, aunque la duda pareció permanecer en sus ojos. Solo la abrazó con fuerza, un gesto reconfortante, y le acarició el cabello con ternura.