El lunes llegó con el aire fresco de la mañana, un soplo gélido que se colaba por las rendijas de las ventanas. El padre de Milagro aún no había regresado; seguía con Daniel en la otra manada, sumergidos en sus propios asuntos.
Ella se preparó para ir a clases como si la calma reinara en su mundo, cada movimiento una farsa inconsciente… sin saber que ese día, todo cambiaría, que un punto de no retorno la esperaba.
Al llegar al instituto, sus ojos lo captaron.
Daniel estaba allí, de pie, junto al imponente portón de hierro. Su postura era firme, erguida, su expresión facial tranquila y serena, una máscara bien puesta.
Pero sus ojos, espejos de su alma, lo delataban sin piedad. Había una tristeza profunda en ellos, una melancolía densa, contenida, como si llevara días luchando contra algo inmenso, algo que no podía ni quería aceptar.
Al verla cruzar el umbral, Daniel esbozó una sonrisa suave, casi imperceptible, como quien ha estado esperando con una paciencia infinita algo que no sabe si llegará, si es real.
Y Milagro lo sintió con una punzada en el pecho: este momento también dolería. Y mucho.
Porque aunque él tenía algo importante que decir… ella guardaba una confesión aún más fuerte, una verdad que la quemaba por dentro.
Y ninguno de los dos lo sabía todavía, sumidos en la ignorancia de su destino… pero todo estaba a punto de cambiar de forma irreversible.
Daniel la vio apenas Milagro cruzó la entrada del instituto, su presencia encendiendo algo en él. Se enderezó al instante, como si sus nervios se activaran por completo con solo verla, cada músculo tensándose con anticipación.
Caminó hacia Milagro con paso tranquilo, un ritmo medido, aunque sus ojos reflejaban un océano de emociones turbulentas: ansiedad latente, una tristeza abisal… y un deseo profundo, casi primitivo, de poseerla, de reclamarla como suya.
—Te extrañé —dijo, su voz baja y cargada de anhelo—. Me encantaría hablar contigo en este momento. ¿Puedes faltar a clase hoy? Tengo algo especial planeado. —Concluyó con una sonrisa leve, llena de esperanza.
Milagro dudó por un segundo, el corazón apretado. Sintió una punzada en el pecho, como si el destino le jugara una broma cruel, tejiendo ironía en cada fibra de su existencia. Pero, con un nudo en la garganta, asintió con la cabeza.
—Claro —respondió, la palabra escapando como un suspiro.
Antes de moverse, un instinto primario la hizo mirar hacia atrás, hacia la entrada del instituto. Allí, a lo lejos, de pie entre las sombras densas de unos árboles centenarios, estaba Ángel.
Su mirada ardía, una llama oscura y posesiva que la devoraba. No necesitaba palabras; sus ojos lo decían todo, una amenaza silenciosa y un deseo tangible. Si pudiera, él la marcaría con fuego, con su esencia, solo por atreverse a mirar a otro, a considerar otra opción.
Pero Milagro desvió la vista con firmeza, la determinación endureciendo sus rasgos. No podía vivir entre dos llamas eternas, entre dos mundos que la desgarraban. Y hoy, debía enfrentar la que más le dolía, la que le exigía una verdad incómoda.
Se subió al auto de Daniel en silencio, el asiento pareciendo hundirse bajo el peso de su conflicto interno. Él arrancó con suavidad, el motor ronroneando, sin preguntarle nada, sin un solo reproche, como si intuyera la batalla silenciosa que libraba.
El trayecto fue tranquilo, casi irreal, envuelto en una burbuja de normalidad tensa. Milagro se preguntaba cuánto tiempo llevaba Daniel planeando esto… y cuánto dolor le causaría la confesión que ella tenía que hacer.
Minutos después, el coche se detuvo frente a un restaurante elegante, su fachada de piedra pulida resplandeciendo bajo el sol matutino. Amplios ventanales reflejaban el cielo, luces cálidas invitaban al interior, y una atmósfera sofisticada, casi sacada de una película romántica, lo envolvía todo.
Daniel bajó y, con la caballerosidad que siempre lo caracterizaba, le abrió la puerta a Milagro. Ella salió, mirando todo con cierto desconcierto, su mente aún ajena a la belleza del lugar. Él la condujo al interior y, una vez dentro, pidió una mesa para dos.
Los llevaron a una esquina privada, un rincón íntimo rodeado de exuberantes plantas que ofrecían discreción y con una bandeja de frutas exóticas en el centro, coloridas y apetitosas.
Ya sentados, Daniel tomó aire, una inhalación profunda, y sonrió, sus ojos brillando con una ilusión palpable.
—Milagro, esta va a ser nuestra primera cita de verdad. Tenía muchas ganas de hacer esto contigo desde hace tiempo, desde que te conocí, pero ya sabes que ser el futuro Alfa de esta manada me roba gran parte de mi tiempo —dijo con una ternura que a Milagro le atravesó el alma.
Milagro sonrió también, una sonrisa frágil y triste, cargada de un respeto silencioso. Sabía que no merecía ese gesto, esa dedicación… no después de lo que estaba a punto de decirle.
Su corazón se apretó, sintiendo que cada palabra de Daniel, cada caricia en el ambiente, era una caricia previa al golpe inevitable, al dolor que ella causaría.
—Daniel… —empezó a decir con suavidad, su voz apenas un susurro, mientras sus dedos se entrelazaban nerviosamente sobre su regazo—. Tengo que hablar contigo. Y sé que lo que voy a decirte no será fácil… para ninguno de los dos.
Daniel la miró fijo, sus ojos oscuros penetrándola, como si ya intuyera la tormenta que se avecinaba. Pero aún no decía nada, su rostro una máscara de contención.
La bandeja de frutas entre ellos, vibrante y colorida, parecía ajena a la tensión que crecía en el ambiente, un testigo silencioso de un lazo que estaba a punto de romperse… o de transformarse para siempre.
Daniel la miraba con una ternura desbordante, con una mezcla de esperanza e ilusión que a Milagro le dolía hasta lo más profundo del pecho.
Ella apenas había empezado a hablar, a intentar explicar lo que sentía, a ponerle voz a su confusión, cuando él se inclinó hacia ella con suavidad, sus movimientos lentos y decididos.