El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 64: La Cruda Verdad.

—Daniel… yo…

Pero él no le dio tiempo a que ella articulara una palabra más. La interrumpió con una pregunta que se clavó en el aire, cargada de un dolor lacerante.

—¿Acaso no somos novios, Milagro? —Su voz, antes serena, se tiñó de una agonía palpable—. ¿No se supone que ya deberíamos besarnos? ¡Ha pasado más de un mes, Milagro! Más de un mes, y aún no me has dado ni un solo beso… ni una simple muestra de afecto.

La voz de Daniel se quebró al final, ahogada en una mezcla de súplica y desolación. No había rabia en sus palabras, ni reproche. Solo una tristeza profunda, abismal. Una decepción que no nacía del rechazo en sí, sino de la obsesión enfermiza que sentía hacia Milagro, de la posesión que creía tener sobre ella.

Milagro lo miró a los ojos, sintiendo el temblor que recorría sus propios labios, su alma también. Sabía que lo que venía después sería aún más duro, una herida abierta para ambos.

Milagro lo miró con un pesar infinito, el corazón encogido. Sabía que no había forma suave de decirlo, ninguna palabra podría amortiguar el golpe. Pero también sabía que prolongar esa mentira, esa farsa de una relación, sería aún más cruel, una tortura lenta.

—Daniel… esto no ha funcionado —dijo, con la voz apenas temblorosa, pero una determinación inquebrantable que la hizo sonar más fuerte de lo que se sentía—. Realmente soy yo. No nacimos para estar juntos, y unque la Diosa Luna al principio nos unió, luego del rechazo, yo dejé de sentir algo por ti. Yo ahora no siento absolutamente nada… por más que lo intenté.

Daniel frunció el ceño, sus ojos buscando desesperadamente alguna señal de que era una broma cruel, una prueba de su amor, una pesadilla de la que despertaría.

—No me gustas, Daniel —concluyó ella, bajando la mirada con una tristeza genuina, una culpa que la oprimía—. Lo siento. De verdad, lo siento.

El silencio entre ellos fue abrumador, un peso tangible que asfixiaba el aire del restaurante… hasta que el estallido seco de un vaso quebrándose rompió la burbuja de la realidad.

El vaso de vidrio con agua que Daniel tenía entre sus manos, tan frágil como la ilusión que acababa de romperse, fue a dar contra el suelo del restaurante, haciéndose añicos con un sonido seco y violento. El ruido, inesperado y brutal, atrajo la atención de varias personas, que voltearon a mirar, sorprendidas, con sus conversaciones ahogadas.

Daniel se paró de golpe, su silla cayó hacia atrás con un estruendo, un símbolo de su mundo que se derrumbaba.

—¿¡Acaso hay otro hombre, Milagro!? —gritó, su voz desgarrada, el rostro desencajado por una furia que lo transformaba—. ¡Dímelo! ¡Dime la verdad ahora mismo!

Milagro se levantó también, visiblemente nerviosa, la escena pública sumándose a la tensión.

—Daniel, por favor… cálmate. Siéntate, hablemos con calma… —intentó, su voz suplicante.

—¡Dime la verdad! —insistió él, dando un paso hacia ella, su voz ronca por la mezcla de dolor y enojo, casi un gruñido—. ¿¡Hay otro hombre, Milagro!? ¡Mírame y dímelo!

El pecho de Daniel subía y bajaba con fuerza, sus respiraciones agitadas. Sus manos estaban tensas, apretadas en puños que temblaban de rabia contenida. La mirada de todos los presentes seguía fija en ellos, curiosas y juzgadoras.

Milagro retrocedió un paso instintivo, respiró hondo, buscando una serenidad que no sentía, y volvió a pedirle con una voz más firme, aunque desesperada:

—Por favor, siéntate… no hagas un escándalo.

Pero Daniel no escuchaba. Estaba cegado por la herida, por su deseo furioso de que ella fuera única y exclusivamente de él, de poseerla. Milagro supo entonces que no podía quedarse más tiempo allí, que la situación se había salido de control.

Dio un último vistazo al muchacho que una vez había amado, y que ahora se transformaba en un desconocido por la ira, y sin decir otra palabra, giró sobre sus pasos y salió del restaurante, dejando atrás el caos.

El aire frío de la mañana la recibió como un abrazo helado, una bofetada de realidad que despejó un poco su mente. Caminó rápido, sin mirar atrás, cada paso era una huida de Daniel.

Su corazón palpitaba fuerte, un tambor desenfrenado en su pecho. Alzó la mano con desesperación para detener un taxi que se acercaba por la avenida. Justo cuando abría la puerta del vehículo, una mano firme, brutalmente fuerte, la sujetó con violencia por el brazo. Ella giró bruscamente, el miedo helándole la sangre, y se encontró con los ojos enrojecidos de Daniel, inyectados de furia y agonía.

—¡No te vas! —gruñó él, su voz un bramido—. ¡No te atrevas! —Mientras hablaba, empujó la puerta del taxi, cerrándola de golpe, y le dijo al conductor con una voz amenazante—: ¡Váyase! ¡Ya no lo necesitamos!

El taxista, visiblemente nervioso por el tono de Daniel, obedeció sin chistar y se marchó a toda prisa. Milagro trató de zafarse, luchando contra su agarre, pero él la sostenía con una fuerza de acero, inmovilizándola.

—Daniel, por favor… suéltame —dijo con la voz quebrada por el pánico, las lágrimas asomando a sus ojos. Lo miró, el terror creciendo en su pecho. Nunca antes lo había visto así. Había odio en su mirada, un odio puro y doloroso que la helaba hasta los huesos.

Daniel no la soltó. Al contrario, apretó más su agarre, clavándole los dedos.

—¡Te he dicho que me sueltes! —gritó Milagro, las lágrimas desbordándose, su voz cargada de desesperación—. ¡No quiero más nada contigo! ¡No te amo! ¿¡Es que acaso no lo entiendes!?

—¡Hay alguien más! —espetó él, furioso, su aliento caliente en el rostro de ella—. ¡Me estás engañando! ¡Estoy seguro! ¡Una loba como tú no rechazaría a su pareja destinada sin una razón tan grande! Y cuando descubra quién es… —su voz se volvió un susurro mortal, lleno de veneno— Lo mataré. Lo juro por mi vida, lo haré. ¡Dímelo de una vez! ¿Quién es? ¡Dímelo!

—Tu y yo ya no estamos destinados.—Le dijo Milagro.

Milagro sintió que el alma se le congelaba. El pánico la invadió por completo. Si Daniel descubría que era Ángel, Milagro pensaba que no dudaría en matarlo.




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