La noche ya había caído por completo, envolviendo la casa en un manto de sombras, cuando los padres de Milagro, con el corazón encogido por una preocupación creciente, decidieron abrir la puerta de su habitación con la llave.
Habían esperado un rato prudente, los minutos estirándose como horas, pero al no verla salir ni escuchar movimiento alguno, el corazón de María comenzó a latir con una ansiedad punzante.
Al girar la llave con un click suave y empujar la puerta, la escena que encontraron no era la que se esperaban, ni la que sus temores habían dibujado.
Milagro estaba sentada en su cama, arropada con una manta ligera que apenas la cubría, con un libro abierto sobre las piernas. Sus ojos recorrían las páginas con una aparente calma, una fachada de normalidad. Sin embargo, una tristeza serena flotaba a su alrededor, una melancolía que se percibía en el aire, como un suspiro invisible.
—¿Milagro? —dijo su padre, entrando primero, su voz suave, cargada de alivio y preocupación—. ¿Estás bien, hija?
Ella alzó la vista, un movimiento lento, esbozando una sonrisa leve, apenas un temblor en sus labios.
—Sí, papá. Estoy bien. Solo un poco cansada.
María se sentó a su lado en la cama, el colchón hundiéndose bajo su peso, seguida por su esposo. Ambos la miraban con una preocupación genuina, sus ojos buscando respuestas en el rostro de su hija.
—Llegaste llorando… —dijo su madre con dulzura, su mano acariciando el cabello de Milagro—. Y no saliste en toda la tarde. ¿Qué fue lo que pasó, hija? Cuéntanos.
Milagro cerró el libro con cuidado, el sonido sordo resonando en la quietud de la habitación, y bajó la mirada, incapaz de sostener la de sus padres.
—No es nada… tropecé y me caí. Nada importante de lo que preocuparse.
Sus padres se miraron entre sí, un intercambio silencioso de dudas. No la creían, la mentira era demasiado transparente.
—Milagro, mírame —pidió su padre, su voz serena pero firme, exigiendo la verdad—. ¿Acaso algún chico te hizo algo? ¿Rompiste con tu novio? Cuéntanos, hija. Estamos aquí para ti, pase lo que pase.
Ella negó con la cabeza de inmediato, un movimiento brusco, casi defensivo.
—No, papá. De verdad, todo está bien. Estoy bien.
Pero por dentro, Milagro sabía que su dolor no venía de una simple caída ni de un gesto cruel ajeno. Sabía bien que fue ella quien rechazó a Daniel, quien le rompió el corazón con sus palabras… y que él, cegado por la rabia, la había empujado y lastimado.
Aun así, no sentía odio por él. Lo que había entre ellos nunca fue amor, solo una confusión disfrazada de cariño, quizás una obsesión de parte de él. Ahora lo entendía con una claridad brutal, cristalina. Porque el amor, el verdadero, el que le hacía vibrar el alma con cada fibra de su ser, no venía de Daniel… venía de Ángel. Él había sido quien tocó sus emociones más profundas, quien movió su mundo sin siquiera proponérselo, quien la había desorientado y encontrado al mismo tiempo.
Y en medio de ese remolino de sentimientos, de culpa y alivio, Milagro se sintió en paz. Feliz por haberse elegido a sí misma, por priorizar su verdad. Feliz de haber sido valiente y decirle no a lo que no sentía, a la farsa. Feliz de haber aceptado, por fin, lo que sí era real, el camino que su alma le señalaba.
María suspiró, acariciándole la cabeza con ternura, ajena a la tormenta que libraba su hija.
—Bueno, ve a bañarte, amor. Nos vamos todos a la manada. El Alfa nos necesita esta noche.
—¿Otra vez? —preguntó Milagro, sorprendida, el cansancio asomando en su voz.
—Sí —intervino su padre, su tono cargado de seriedad—. Hay una reunión importante. No creo que volvamos temprano. Todas las manadas están nerviosas. La Luna Oscura ha estado atacando sin razón, con una brutalidad inusual. Nadie entiende por qué.
Milagro asintió en silencio, sus pensamientos dispersos, luego levantó la vista.
—¿Puedo quedarme aquí? Me gustaría estar sola, leer un poco más… descansar.
Sus padres intercambiaron otra mirada, una que hablaba de la gravedad de la situación. Su madre abrió la boca para protestar, pero fue su padre quien respondió, esta vez con mayor peso en la voz, una autoridad innegable:
—Hija, es importante que nos apoyes. No sabemos si esta noche podríamos ser atacados también. Te necesitamos con nosotros, a salvo y bajo nuestra protección.
Ella los observó por un momento, las palabras de su padre resonando con la urgencia del peligro. Ya no tenía fuerzas para discutir, ni tampoco deseaba estar sola con sus pensamientos, con el eco de sus emociones. Así que finalmente asintió, resignada.
—Está bien, iré.
Sus padres se levantaron y salieron de la habitación, dándole la privacidad que necesitaba para prepararse. Milagro se dirigió al baño, se dio una ducha rápida, el agua caliente relajando sus músculos tensos, y al vestirse, salió con paso firme, una nueva resolución en su andar. No era una noche cualquiera. Y lo sabía.
Sin decir más, se unió a sus padres. Juntos, tomaron el camino hacia la manada… sin saber Milagro que algo mucho más grande, la estaba esperando.
Las horas pasaron lentamente en la imponente casa del Alfa. La reunión entre Federico y el líder de la manada continuaba con una intensidad creciente, sus voces bajas y serias. Trazaban estrategias sobre mapas extendidos, analizaban puntos débiles, planificaban cómo defender cada rincón del vasto territorio si llegaba el ataque inminente de la temida manada Luna Oscura. El ambiente era tenso, cargado de una expectativa sombría. Todos estaban alerta, cada gesto medido, cada palabra cargada de la responsabilidad de vidas ajenas.
Daniel no había aparecido en ningún momento. Milagro tampoco preguntó por él, su corazón había hecho las paces con ese capítulo, un cierre doloroso pero necesario.
Fue Ángela, quien informó con voz serena que su hijo estaba fuera, en los límites de la manada, coordinando a los guardias y guerreros para asegurar la vigilancia en cada frontera, una tarea crucial.