La noche ya había caído por completo. Antes de que Milagro pudiera contestar, Ángel la tomó con una suavidad que la desarmó, deslizándose bajo ella para recostarla sobre su brazo. Se inclinó sobre ella, sin apuro, con una lentitud deliberada que prometía éxtasis.
Sus labios comenzaron a acariciar su cuello con una calma inquietante, deslizándose con paciencia, como si saboreara cada segundo, cada centímetro de piel.
Milagro no lo detuvo. Cerró los ojos, el mundo exterior desapareciendo en un velo de sensaciones, y dejó que sus manos, movidas por un deseo incontrolable, recorrieran la espalda firme y esculpida de Ángel, bajando lentamente hasta el abdomen, cálido y tenso bajo sus dedos.
Su piel estaba húmeda, fresca, como si acabara de salir de la ducha, y el aroma a madera y menta que emanaba de él la rodeó como un abrazo invisible, un embrujo que la invadía.
No necesitaban palabras. En esa habitación penumbrosa, el deseo, puro y abrumador, habló por ellos en un lenguaje universal.
Milagro sentía que flotaba, suspendida en un limbo de placer.
Sus pensamientos se volvían cada vez más confusos, difusos como el humo. El calor del cuerpo de Ángel sobre el suyo la envolvía como una manta suave y protectora en medio de la noche más fría.
Se preguntó, por un segundo fugaz, si todo aquello era real. Tal vez ya se había quedado dormida en su cama, y esto no era más que un sueño… uno exquisitamente vívido y tentador, del que no quería despertar.
Pero si lo era, no quería que terminara jamás.
Los dedos de Ángel se deslizaron por su cintura con una calma inquietante, casi un tormento dulce. Sus labios, expertos, continuaban acariciando su cuello con tanta dulzura que cada roce se sentía como un incendio que se propagaba por su piel, encendiéndola.
Cuando sus manos cálidas tocaron el borde de su camisa, Milagro solo cerró los ojos y respiró hondo, un suspiro tembloroso. Su cuerpo tembló bajo su tacto, pero no se alejó. Se entregó, rendida al momento, al deseo.
Él la miró a los ojos, sus propias pupilas oscuras y profundas, buscando alguna señal, algún indicio de miedo o resistencia. No encontró nada más que deseo puro y una entrega incondicional que lo complacía.
Con una delicadeza reverente, le quitó la camisa, como si quitara el envoltorio de algo sagrado, de un tesoro recién descubierto. La piel de Milagro se erizó al contacto con el aire fresco, sensible a cada soplo, a cada mirada de Ángel que la recorría como si fuera un mapa ancestral que él ansiaba conocer, cada curva, cada lunar, cada secreto.
Sus labios descendieron lentamente. Primero su cuello, luego el suave contorno de sus clavículas, besando cada hueso expuesto, hasta llegar al centro de su pecho, cubierto aún por la tela de su sostén. Milagro arqueó ligeramente la espalda, un suspiro ahogado escapando de sus labios. Todo su cuerpo se estremecía bajo cada caricia, cada beso lento, cada toque lleno de una reverencia que la hacía sentir más deseada que nunca.
Ángel la despojó con sumo cuidado de su licra tras quitarle los zapatos, deslizándola por sus piernas como si lo hiciera con el tiempo mismo, prolongando la anticipación.
Luego, sin prisa, acarició su piel desnuda con las yemas de los dedos, deteniéndose en sus muslos, en sus rodillas, en cada rincón que encontraba a su paso, explorándola sin prisas.
Milagro apenas podía respirar, su aliento atrapado en su garganta.
El deseo se apoderaba de ella como una marea suave pero incontrolable, ascendiendo desde lo más profundo de su ser. No pensaba, no había espacio para la razón; solo sentía, se dejaba llevar por la pura sensación. Su pecho subía y bajaba con una intensidad febril, y su cuerpo respondía a cada roce con más entrega, más necesidad.
Ángel se inclinó nuevamente, esta vez más abajo, y sus labios se detuvieron sobre su intimidad, aún cubierta por la fina tela. A través de la tela, le ofreció caricias suaves, besos lentos como suspiros que hicieron temblar a Milagro hasta la médula. Ella apretó las sábanas con fuerza, cerró los ojos con los dientes apretados, y soltó un quejido bajo, cargado de necesidad y una dulzura agónica.
No había prisa.
No había palabras.
Solo la certeza de que, en ese instante, en esa burbuja suspendida en el tiempo, se pertenecían por completo, aunque fuera en silencio, aunque el mundo exterior fuera un caos amenazante fuera de esas cuatro paredes.
Milagro deseó con cada fibra de su ser que ese sueño no terminara jamás.
Ángel no se detuvo.
Continuó acariciándola con sus labios en ese lugar prohibido, aún cubierto, pero exquisitamente sensible al más mínimo roce. Milagro no pudo contenerlo más. Una ola de sensaciones, abrumadora e incontrolable, recorrió todo su cuerpo, y con un estremecimiento profundo que sacudió su alma, un suspiro ahogado se convirtió en un quejido que llenó la habitación, una liberación de todo lo que la contenía. Había sentido algo que jamás había experimentado antes: una liberación completa, una explosión de calor que la invadía desde adentro y que le robaba el aliento, dejándola vacía y llena al mismo tiempo.
Ángel sonrió, complacido y victorioso. Había sentido cómo su cuerpo temblaba, cómo su alma se entregaba por completo en un instante que pareció eterno, que lo marcó.
Rápidamente subió, buscando sus labios con avidez, y la besó con ternura, con una dulzura tan opuesta a la intensidad cruda de lo que acababa de ocurrir que hizo que Milagro se sintiera aún más vulnerable, más expuesta. Ella, aún agitada por la resaca del placer, escondió el rostro en su pecho, avergonzada por lo que había dejado fluir, por la total entrega de sus sentidos.
—Esto es un sueño... ¿cierto? —murmuró, su voz apenas un hilo, intentando convencerse de que era una fantasía, que no era real.
Ángel se acomodó a su lado, atrayéndola más cerca, acariciando con suavidad la curva de su espalda, sintiendo la piel erizada bajo su mano.