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Pasaron los días, uno tras otro, hasta llegar al tercer mes. El calendario avanzaba, pero para Milagro y Ángel, el tiempo parecía moverse a su propio ritmo, uno dictado por los latidos de sus corazones entrelazados.
Milagro y Ángel seguían juntos, inseparables, como si la misma luna los atrajera el uno al otro. Siempre encontraban un espacio, un rincón en el tiempo, para verse, para que el mundo se detuviera solo para ellos. Las citas secretas bajo el manto de la noche, los paseos por senderos ocultos, las miradas cómplices que lo decían todo sin palabras y las risas compartidas se volvieron parte esencial, el aire mismo que respiraban en sus vidas.
Pero no todo era tan sencillo como sus corazones querían creer.
Los padres de Milagro comenzaban a preocuparse, una sombra de inquietud creciendo en sus rostros. Ella llegaba cada vez más tarde a casa, con las mejillas sonrojadas por el viento y los besos, y una expresión de felicidad radiante que no podía ocultar, que gritaba una verdad secreta.
Desde la ventana del salón, sus padres observaban cómo un carro oscuro y elegante la dejaba frente a la casa cada noche. No sabían quién era ese hombre misterioso, pero algo en su corazón les decía que su hija estaba profunda e irremediablemente enamorada. Y eso les daba miedo… miedo de que ese desconocido se llevara el corazón de su hija a un lugar inalcanzable, o peor aún, la lastimara de una forma irreparable.
Milagro también empezaba a alejarse de su mundo anterior, como si una marea invisible la arrastrara lejos de la orilla conocida.
Faltaba a clases con una frecuencia alarmante, las excusas se volvían cada vez más difíciles de inventar. Aunque su amistad con Adela seguía intacta, un lazo fuerte que el tiempo no podía romper, ya no compartían tanto tiempo como antes.
Adela ahora estaba de novia con Manuel, una relación que florecía, y eso, irónicamente, facilitó que Milagro se aislara aún más en su propio universo. Sin darse cuenta, comenzó a distanciarse no solo de su mejor amiga, sino también de sus padres, de la rutina… y mucho más de Daniel.
Daniel, el hermano de Ángel, no ocultaba su molestia cada vez que la veía, su rostro una máscara de resentimiento. Él había sido el chico que Milagro había rechazado sin piedad para estar con su propio hermano. Y no lo había superado. Su orgullo herido se mezclaba con una rabia creciente, con un dolor que lo corroía por dentro.
Cuando se cruzaban en los pasillos del instituto o en el pueblo, sus ojos la fulminaban con una furia helada, una promesa de venganza. A veces se le acercaba solo para amenazarla en un susurro cortante:
—Te vas a arrepentir, Milagro. Muy pronto vas a entender el error que cometiste. Vas a rogar por volver.
Pero Milagro ya no le temía ni le prestaba atención a sus palabras vacías. Para ella, haber aceptado ser la novia de Ángel fue la mejor decisión de su vida, la única verdad que importaba. Estaba segura, convencida de su elección, feliz más allá de lo que las palabras podían expresar. Cada momento que pasaba con Ángel era único, irremplazable, un tesoro.
Uno de sus lugares favoritos para escapar del mundo era la laguna. Allí, Ángel había mandado a restaurar una cabaña antigua, pequeña pero acogedora, un refugio secreto donde podían escapar del ruido del mundo y ser ellos mismos.
Pasaban largas tardes conversando sin prisa, riendo con la libertad de los enamorados, abrazándose bajo el sol o la luna. Los besos eran intensos, profundos, ardientes; las caricias, un lenguaje silencioso que exploraba cada centímetro de piel.
Y aunque nunca habían tenido relaciones sexuales, compartían momentos de verdadera intimidad, una conexión que iba más allá de lo físico. Se besaban con pasión desbordante, se tocaban con deseo, pero ambos habían jurado esperar hasta el matrimonio, un pacto sagrado entre ellos. Por eso, cuando la pasión los desbordaba y los empujaba al límite, sabían detenerse a tiempo, controlando sus instintos.
Ese pacto no los alejaba ni enfriaba su amor. Al contrario, los unía aún más, fortaleciendo el vínculo. Porque su amor no solo era físico, no se limitaba a la piel; era emocional, espiritual, real, una conexión de almas.
Pero fuera de esa burbuja perfecta y luminosa, el mundo seguía girando con sus propias reglas. Y no todos estaban dispuestos a verlos felices, a aceptar su amor. La oscuridad acechaba.
Hoy era el cumpleaños número 19 de Milagro. Un día que prometía ser de alegría, pero que se cernía con la sombra de lo inminente.
En su casa, sus padres estaban terminando de preparar una hermosa sorpresa, un despliegue de cariño. Globos de colores vibrantes, guirnaldas que adornaban cada rincón, una torta con fresas frescas —sus favoritas— y una lista de invitados selectos, las personas más cercanas a ellos. Todo estaba listo, la casa bullía con expectativa, pero Milagro no aparecía, no daba señales.
—¿Dónde está esta niña? —preguntó su madre por cuarta vez, mirando el reloj con ansiedad, el tiempo volando.
—Espero que no nos deje plantados, después de todo lo que preparamos con tanto cariño… —dijo su padre, mientras acomodaba las últimas sillas, su voz teñida de preocupación.
Ambos estaban visiblemente preocupados. Habían notado el cambio en ella en los últimos meses: las llegadas tarde, las respuestas evasivas que no convencían a nadie, su distancia emocional que crecía como un muro invisible.
La habían confrontado muchas veces, pero Milagro solo los esquivaba, encerrándose en su habitación o saliendo sin dar explicaciones, sumida en su propio mundo.
Mientras tanto, en la misma casa, entre los padres de Milagro y los padres de Ángel —quien hoy ocupaba su corazón de forma absoluta—, todo era movimiento y expectativa silenciosa.
Estaban reunidos, planeando algo aún más especial para ella, algo que iba más allá de una simple fiesta. Una sorpresa, sí... pero también una declaración que cambiaría su vida para siempre.