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Ángel estacionó el auto justo frente a la casa de Milagro, la silueta familiar emergiendo de la oscuridad. Apagó el motor con un suspiro silencioso, el último ronroneo del vehículo disipándose en la quietud de la noche. Antes de que ella pudiera siquiera extender la mano para abrir la puerta, él le tomó suavemente del brazo, su toque una corriente eléctrica.
—Espera un momento —susurró, su voz grave, una promesa en la penumbra.
Milagro lo miró confundida, el ceño ligeramente fruncido por la sorpresa, pero sus ojos pronto se suavizaron, inundados de ternura, cuando él se inclinó hacia ella. Sus labios se encontraron en un beso tierno, profundo, cargado de emociones que ninguno de los dos sabía cómo expresar con palabras, una amalgama de amor, de promesas silenciosas… y de despedidas no dichas, una premonición que se aferraba a su corazón.
Pero el sonido agudo del teléfono, una intrusión discordante, rompió el instante mágico, desgarrando la burbuja de intimidad que los envolvía.
Ángel lo miró, el brillo de la pantalla iluminando su rostro, y al ver el nombre en la pantalla, su expresión cambió abruptamente. Respondió de inmediato, la voz tensa.
—¿León? —dijo, la pregunta cargada de urgencia.
Su voz se endureció, cada sílaba un músculo tenso, y sus cejas se fruncieron con una inquietud creciente. Milagro lo observó, notando la tensión en su mandíbula, la forma en que sus ojos se oscurecían.
—Si quieres entra tú, mi muñeca —le dijo sin mirarla, su atención dividida, su voz apenas un murmullo—. Solo será un momento.
Milagro asintió con una sonrisa apenas perceptible, una punzada de desasosiego en su pecho. Se bajó del auto y caminó con lentitud hacia la casa, cada paso cargado de una extraña pesadez. Desde la puerta, miró por sobre el hombro y lo vio aún hablando, su cuerpo rígido y su rostro visiblemente preocupado, una figura solitaria en la oscuridad.
Apenas cruzó el umbral, el calor de la casa la envolvió, y sus padres la recibieron con un entusiasmo desbordante.
—¡Feliz cumpleaños, hija! ¡Mi hermosa Milagro! —exclamó su madre, abrazándola con una ternura que la envolvió, mientras su padre le sonreía con orgullo, sus ojos brillando—. ¡Bienvenida a casa!
Milagro se dejó envolver por los brazos cálidos de su madre, aunque su corazón, ya agitado, comenzaba a latir con una extraña inquietud, una premonición. Saludó a todos los invitados con sonrisas forzadas mientras avanzaba hasta el salón, donde las risas y los murmullos se apagaron a su paso, y todas las miradas convergieron en ella. Allí, en un rincón, Daniel la observaba. Su sonrisa era sutil, casi un tic, pero había algo en su mirada… algo que le heló la sangre, una oscura satisfacción.
Ella se sentó en uno de los muebles, sus ojos buscando desesperadamente una distracción, su vista fija en la ventana, deseando con toda su alma ver entrar a Ángel. Pero él seguía afuera, una silueta inmóvil, aún con el celular en el oído, con el ceño cada vez más fruncido, sumido en una conversación tensa.
Entonces, el sonido cristalino de una copa tocando otra llenó la habitación, atrayendo todas las miradas. Federico se puso de pie con una copa de vino en la mano, su rostro radiante, y todos lo imitaron, el murmullo de voces cesando. Su voz, fuerte y solemne, captó la atención de todos, resonando con una autoridad que Milagro no había sentido antes.
—¡Un brindis! —exclamó Federico, alzando la copa—. Por Milagro, por su cumpleaños número diecinueve, por esta maravillosa mujer que se ha convertido… y por la gran noticia de esta noche, un motivo más para celebrar.
Milagro frunció el ceño, una punzada de terror en su pecho. Su mirada se posó en su padre, sus ojos llenos de temor, una pregunta silenciosa.
—Hoy, hija mía —continuó Federico con una sonrisa triunfal que no llegaba a sus ojos, una sonrisa que a Milagro le pareció una trampa—, recibirás el mejor regalo de todos, el que te abrirá las puertas a tu verdadero destino.
Milagro sintió un escalofrío helado recorrerle la espalda, un miedo que le erizó la piel. ¿Qué podía ser más grande que este momento? ¿Qué era eso que su padre creía que ella deseaba tanto, que la haría tan feliz?
—Desde hace tiempo —prosiguió Federico, su voz cargada de orgullo y determinación—, he visto en ti una mujer fuerte, una líder innata, digna de nuestro linaje. Y luego de observar tu desempeño junto al futuro Alfa Daniel, especialmente en tus entrenamientos de defensa y ataque, en la forma en que te has superado, tu madre y yo, tras largas conversaciones, llegamos a una conclusión irrefutable.
El corazón de Milagro empezó a golpearle las costillas con una fuerza descomunal, un tambor enloquecido en su pecho. El aire se volvió denso, irrespirable.
—Creemos que eres la mujer más apta para ser la futura Luna de nuestra manada, la compañera de nuestro próximo Alfa —anunció, con voz clara, resonante, un veredicto final—. Y por eso, tras conversar con el Alfa Héctor y la Luna Ángela, hemos llegado a un acuerdo irrevocable. Tú y Daniel se casarán dentro de tres lunas llenas.
Un murmullo de sorpresa, de asombro y felicitaciones, recorrió la sala como una corriente eléctrica, un coro de voces ahogadas. Milagro, paralizada por el impacto, apenas pudo procesar lo que acababa de oír, la realidad golpeándola con una fuerza brutal.
—¡No! —exclamó de pronto, su voz un grito desgarrador que cortó el murmullo, poniéndose de pie con los ojos anegados de lágrimas, su cuerpo temblando incontrolablemente—. ¡No estoy de acuerdo! ¡Esto no es lo que quiero!
El vaso que tenía en las manos, un adorno frágil en medio del caos, cayó al suelo y se hizo trizas con un estallido seco, un eco de su propia ruptura. Todos se quedaron en silencio, mirándola, sus rostros una mezcla de sorpresa y consternación, pero nadie reaccionó tan rápido como Ángel, que justo en ese instante, como si un hilo invisible lo hubiera atraído, entró por la puerta.