El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 70: Traición Silenciosa.

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Ángel salió de la casa sin mirar atrás, sus músculos tensos, cada paso resonando con la furia desatada que hervía en su interior.

La garganta la tenía hecha un nudo, el alma ardiendo en una rabia que apenas podía contener, una bestia liberada. Sus pasos eran rápidos, pesados, como si la ira lo empujara con cada latido desbocado de su corazón.

Abrió la puerta del auto con violencia, y la cerró de un portazo que retumbó en la quietud de la noche. El motor rugió al encenderse, un sonido gutural que acompañaba su estado de ánimo, y sin esperar un segundo más, pisó el acelerador con una violencia descontrolada, dejando un rastro de grava levantada.

El auto avanzaba a toda velocidad por la carretera, una sombra fugaz en la oscuridad. Los faros rasgaban el velo de la noche, iluminando el camino mientras los árboles pasaban como fantasmas a su alrededor, figuras borrosas que se desdibujaban con la velocidad.

La oscuridad parecía hacerse eco de su dolor, de la traición que lo ahogaba, del odio que se acumulaba en su pecho como lava a punto de estallar, consumiéndolo desde dentro.

—¿Cómo pudo hacerlo…? —murmuró entre dientes, la voz cargada de rabia, apenas un gruñido ahogado—. ¿Cómo pudo elegirlo a él…? ¿Elegir un futuro que no somos nosotros?

El rugido del motor se elevó a un aullido desesperado, una nota de pura angustia. Ángel giró el volante bruscamente, con una decisión fría, y tomó una curva cerrada hacia una vieja carretera de montaña, olvidada y en ruinas.

La oscuridad se hizo más profunda, densa, envolvente. El vacío lo esperaba, un abismo llamándolo… y él no dudó. Aceleró con más fuerza aún, lanzándose al precipicio, a la nada.

Y entonces, sin un ápice de freno, sin un segundo de arrepentimiento, se lanzó al acantilado.

El auto cayó en picada, un amasijo de metal retorcido, rompiendo ramas secas, arrastrando consigo piedras, tierra, el eco de su dolor, de su furia incontrolable.

El impacto fue brutal, un estruendo metálico que resonó en el valle. El carro dio varias vueltas en el aire, girando sin control, antes de estrellarse contra el suelo del fondo del barranco. Las llamas se alzaron de inmediato, voraces, envolviendo la carcasa metálica en un infierno ardiente, un monumento a la desesperación.

Pero de entre el fuego… él emergió.

Ángel salió caminando entre las llamas, ileso, su piel brillante y sin una sola quemadura. Su traje, impecable hacía instantes, ahora estaba rasgado por el impacto, jirones de tela colgando, su rostro endurecido por la rabia y el dolor, sus ojos... encendidos con un resplandor que no era humano, un fuego primigenio que se agitaba en sus profundidades. El fuego no lo tocaba, no lo quemaba. Porque él era el fuego.

Él era el mismísimo diablo caminando sobre la tierra, un ser de poder indomable.

Su respiración era pesada, agitada. Su corazón, una tormenta desatada, un vendaval de emociones. En su interior, un poder dormido despertaba con una ferocidad inaudita, como una bestia hambrienta lista para devorarlo todo, para reclamar lo que le fue negado.

—Maldita sea, Milagro... —susurró con la voz rota, cada palabra un lamento de rabia y desilusión, mientras los árboles a su alrededor comenzaban a arder con su sola presencia, consumidos por su energía.

Caminó hacia el bosque, dejando el vehículo en llamas atrás, un faro de destrucción en la noche. Cada paso que daba dejaba una huella incandescente, una marca de fuego en la tierra.

Golpeó un árbol con el puño cerrado, y este, con un crujido agónico, cayó al instante como si hubiese sido arrancado por un rayo. Golpeó otro… y otro. El bosque temblaba con su furia desatada, con la vibración de su ira.

No podía llorar. No sabía cómo hacerlo. Las lágrimas eran un lujo que su ser negaba. Solo podía destruir. Solo podía desatar el caos que sentía en su alma.

Y entonces, con un rugido salvaje que perforó la quietud de la noche, su cuerpo tembló… y se transformó.

Su lobo emergió en plena carrera, una sombra negra como la noche más profunda, con los ojos brillando en un rojo incandescente, una energía oscura arremolinándose en su pelaje, danzando a su alrededor.

Corrió. Corrió sin rumbo fijo, con la velocidad de una tormenta que arrasa con todo a su paso y el dolor de una traición quemándole el alma, una herida abierta que no cicatrizaría. Olvidó a sus padres. Olvidó todo lo que había construido. Solo quería escapar. Arrancar ese nombre de su pecho.

Milagro.

Y en su mente, una promesa retumbaba como una sentencia, como un juramento que se cumpliría en el fuego.

“Si ella me negó… entonces conocerá lo que realmente soy. Conocerá mi verdadero poder. Mi verdadera ira.”

Tres Meses Antes: Flashback.

—Enamorarla ha sido imposible —dijo Daniel con una sonrisa amarga, una mueca de derrota. Estaba sentado frente a sus padres, el Alfa Héctor y la Luna Ángela, con la mirada fija en el suelo, la frustración palpable en su voz—. Lo he intentado todo, madre. Cada detalle, cada esfuerzo. Pero Milagro… no responde. No confía en mí. No me cree, no cree en lo que soy. Y si no logramos que esté de nuestro lado, si no la protegemos, si no la anclamos a nuestra manada, entonces la perderemos para siempre.

Ángela lo miró con preocupación, sus ojos llenos de una tristeza latente. Héctor permanecía en silencio, su rostro grave, sopesando las palabras de su hijo.

—¿Qué propones entonces, Daniel? —preguntó su padre finalmente, su voz profunda.

Daniel levantó la vista, sus ojos fijos en los de sus padres, una decisión fría y calculada en su mirada.

—Que se case conmigo. No importa si no quiere. Un matrimonio sellado con un Alfa es lo único que podrá protegerla de un futuro lleno de dolor. Hemos escuchado bien las palabras de Jennifer...

Ninguno en la sala había olvidado aquel día. Todo había ocurrido durante una tranquila tarde en la casa del Alfa. Ángela y María estaban tomando té en la sala, sus voces suaves y relajadas, acompañadas por Federico, Héctor y Daniel, que conversaban con calma, cuando de pronto la puerta principal se abrió con firmeza, sin previo aviso.




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