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Había pasado tres años. Tres años desde que el fuego devoró el bosque con su furia insaciable. Un año desde que el corazón de Milagro dejó de latir por voluntad propia, transformado en un músculo que solo bombeaba sangre por inercia.
La Luna brillaba débil esa noche, una luz pálida y distante, como si supiera que no era bienvenida en aquel cielo cargado de recuerdos y promesas rotas. El viento se colaba por las ventanas abiertas del cuarto más grande de la casa de la manada, un espacio que resonaba con ecos de un pasado feliz. El que alguna vez perteneció al Alfa y la Luna. Ahora era el cuarto de la nueva Luna: Milagro.
Milagro estaba sentada frente al espejo, la silueta reflejada en el cristal. Peinaba lentamente su cabello, una hebra tras otra, aunque no quedaba mucho que alisar, ni mucho que arreglar en su alma. Lo hacía por rutina, por costumbre, como quien aún respira por la fuerza del hábito. El reflejo le devolvía una imagen que ya no reconocía, una extraña.
Sus ojos, antes vivos y chispeantes como estrellas, eran ahora pozos opacos, sin brillo, vacíos. Sus labios apenas esbozaban palabras, solo lo estrictamente necesario para sobrevivir. Y su sonrisa… se había marchado el mismo día que Ángel lo hizo, dejando solo una mueca de resignación.
Vivía, sí. Su cuerpo se movía, comía, dormía. Pero no era vida. Era obediencia. Una existencia dictada por un destino ajeno.
En el cuarto contiguo dormía Daniel, o al menos lo intentaba, su presencia un recordatorio constante de su prisión. No compartían cama. Nunca lo hicieron. Ni una caricia. Ni un roce sincero había habido entre ellos. Milagro siempre fue clara, sus palabras como cuchillos afilados:
—Acepté este compromiso por obediencia. Pero nunca seré tu mujer. Nunca seré tuya, Daniel. Mi alma no te pertenece.
Él lo aceptó al principio, con la esperanza muda de que el tiempo, ese sanador universal, cambiaría las cosas, ablandaría su corazón. Pero el tiempo, lejos de curar, solo agravó la herida de su orgullo. Y esa herida tenía un nombre grabado a fuego: Ángel.
Desde aquel día maldito, nadie volvió a verlo. Ni rastro. Su auto fue encontrado calcinado al fondo de un acantilado, una pila de metal retorcido y quemado. Pero nunca su cuerpo. Algunos decían que murió en la explosión, que se hizo cenizas. Otros, que huyó, que desapareció en la noche. Pero su madre, Ángela, lloraba cada noche sin consuelo, convencida de que fue ella quien lo empujó al abismo con su falta de atención, su descuido, su dolor.
—Era mi hijo… y lo perdí —murmuraba entre lágrimas en la oscuridad, su voz quebrada por la culpa, mientras su esposo Héctor la abrazaba en silencio, incapaz de consolarla.
La manada seguía funcionando, sí, sus mecanismos engranando como de costumbre. Pero algo había cambiado. El aire se volvió más denso, cargado de una pesadez inexplicable, la luz más tenue, como si el sol mismo se hubiera apagado.
Todos respetaban a Milagro como su Luna, la reconocían, pero sabían que no era feliz. Sabían que estaba rota por dentro, un alma fragmentada. Pero nadie sabía que su espíritu se había quedado junto a las cenizas de aquel auto, en el fondo del abismo.
Milagro no solo había perdido su libertad para elegir con quién compartir su vida… también había perdido a su mejor amiga.
Desde el mismo instante en que Ángel desapareció, Adela lo hizo con él, como si se hubieran desvanecido juntos. Al igual que Manuel y León. Ninguno de ellos volvió a aparecer. Ninguno respondió a sus llamadas. Ninguno estuvo cuando más los necesitaba, cuando su mundo se caía a pedazos.
Milagro no entendía por qué… no podía comprender esa deserción. Pero sí sentía el vacío abrasador de su ausencia, una soledad que la consumía. Se quedó sola. Sola con su promesa rota, sola con su decisión impuesta, sola sin la risa de Adela, sin su abrazo, sin su voz. Sola, porque hasta su confidente, su hermana de alma, había desaparecido como un sueño que se rompe al despertar.
Esa mañana, como cada año, era su cumpleaños. Pero nadie lo mencionó, nadie la felicitó. Había algo más urgente. Más temido.
La llegada del Alfa de la Luna Oscura.
Un líder salvaje y despiadado, un depredador que había arrasado manadas enteras en busca de dominio total, dejando un rastro de destrucción a su paso. Solo tres manadas permanecían aún libres, resistiendo su poder. Entre ellas, la Manada Estrella.
Se le había enviado una invitación insistente, una súplica disfrazada de diplomacia. Ven, comparte con nosotros. Danos tregua. Queremos paz, no guerra.
Después de muchos rechazos, de un silencio tenso que se extendía por los territorios… finalmente aceptó.
Y hoy, llegaría.
Las casas estaban adornadas con forzada alegría. Los guerreros alineados en filas impecables, sus rostros tensos. Los dos Alfas de las otras dos manadas ya habían llegado, esperando con curiosidad y temor. Todos querían saber quién era el misterioso Alfa que arrasaba tierras sin mostrar jamás su rostro, sin que nadie lo conociera. Nadie lo había visto. Nadie sabía su verdadero nombre.
Hasta hoy.
Un rugido poderoso interrumpió el murmullo general, un sonido que no era el de un lobo. Era el motor de un vehículo.
Un auto negro, lujoso y elegante, detuvo su marcha con suavidad, deslizándose frente a la gran casa de la manada.
Todos los presentes, en un movimiento sincronizado, giraron sus rostros hacia la fuente del sonido. El silencio cayó de inmediato, tan denso como la niebla que bajaba de las montañas, sofocando cualquier sonido. La puerta del conductor se abrió con lentitud, como si revelara un secreto guardado por mucho tiempo.
Y entonces lo vieron.
Ángel.
Pero no era el mismo muchacho rebelde, de mirada sería y sonrisa fácil que se había lanzado al acantilado hacía tres año.
Este hombre que ahora descendía del auto negro era otra cosa. Era un hombre forjado en el fuego, cincelado por el dolor y la oscuridad. Alto, imponente, con una espalda ancha y brazos marcados por la fuerza y el entrenamiento brutal. Su aura era palpable, una presencia abrumadora que llenaba el espacio.