El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 72: Atrapada.

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María y Federico, los padres de Milagro, observaban la escena con una mezcla de asombro y terror. Sus corazones dudaban, sus mentes se resistían a aceptar la verdad que se desplegaba ante sus ojos.

—¿Es esto un juego cruel, una ilusión forjada para atormentarnos? —pensó Federico, el sudor frío perlaba su frente.

Pero no lo era. La magnitud de la situación, el aura que los envolvía a todos, era inconfundible, palpable como la niebla de la mañana paisa.

Ángel ya no era solo el hijo rebelde y despreciado, El que rechazaba cualquier responsabilidad en su manada. No. Era el Alfa Supremo, una fuerza imparable. Era el líder de la manada más temida, un depredador que había engullido territorios enteros. Era el lobo que se había adueñado de manadas completas, un conquistador silencioso.

Y había ocultado su rostro y su nombre, tejiendo un velo de misterio sobre sí mismo. ¿Pero por qué lo hacía? ¿Qué propósito tan oscuro lo movía? Ahora lo sabían: él quería sorprender a sus padres, golpearlos donde más les dolía, y así lo hizo ese día, delante de todos, en el corazón de su propia manada.

Dentro de la gran casa de la manada, el silencio era abrumador. Los otros dos Alfas presentes, líderes de las dos manadas todavía sin ser sometidas, observaban con una mezcla de temor y reverencia al recién llegado, al Alfa Supremo, cuya presencia llenaba cada rincón.

Ángel no decía ni una sola palabra. No había necesidad. Solo los miraba, uno por uno, con una frialdad glacial, sus ojos penetrantes como cuchillos. Como si fueran simples insectos bajo su mirada dominante, insignificantes.

La primera en romper el silencio, con una valentía nacida del dolor, fue la Luna Ángela. Se acercó lentamente a su hijo, cada paso cargado de emoción contenida, de una esperanza frágil.

—Hijo… bienvenido a casa —dijo con una voz que era un lamento, cargada de nostalgia, sus ojos brillando con lágrimas no derramadas.

Pero Ángel, sin miramientos, sin un solo atisbo de reconocimiento en sus ojos, la empujó con el brazo, apartándola con una fuerza brutal, como si fuera una desconocida, un estorbo.

Ángela quedó perpleja, el impacto resonó en su alma. Dio un paso atrás, llevándose una mano al pecho, la incredulidad y el dolor marcando su rostro.

—¿Hijo, por qué actúas de esta manera? —preguntó con desesperación, su voz quebrada—. Soy yo… tu madre. ¿Acaso no me reconoces? ¿Acaso perdiste la memoria en ese accidente? —suspiró, una punzada de culpa atravesándola—. Sé lo del accidente… pero ¿te cambió tanto? ¿Te borró?

Ángel alzó la mirada por fin, sus ojos ardiendo con una furia contenida, su voz grave y cortante, un latigazo.

—No estoy aquí por vínculos personales. No estoy aquí por afecto, por sangre.

Estoy aquí porque ustedes, las manadas restantes, quieren paz.

Pero yo también quiero algo a cambio… y no es poco.

Así que… ¿hablamos ahora o desayunamos primero, antes de que mi paciencia se agote?

Su tono firme y gélido hizo que todos bajaran la cabeza, en señal de sumisión, un gesto de respeto forzado ante el poder absoluto.

El Alfa Héctor, al ver cómo su propio hijo empujaba y humillaba a su esposa, no pudo contenerse más. La furia bulló en sus venas. Se aproximó a él con fuerza y se colocó frente a Ángel, su rostro una máscara de indignación.

—¡Eres mi hijo menor! ¡Sangre de mi sangre! ¡Hijo de esta mujer!

¿Cómo te atreves a empujarla y maltratarla así, como si fuera una desconocida?

¿Acaso te crees superior a nosotros, a tu propia familia?

Ángel esbozó una sonrisa ladeada, irónica, una mueca de desprecio.

—¿Ahora ustedes son mis padres? —soltó con sarcasmo, sus palabras un veneno—.

¿Después de haberme despreciado? ¿Después de tratarme como basura, como un error?

¿Después de decidir que no valía nada… solo por no ser lo que esperaban de mí?

Realmente… me dan asco. Su hipocresía es repugnante.

El Alfa Héctor lo fulminó con la mirada, conteniendo la furia que amenazaba con desbordarse en sus venas, a punto de explotar. Pero antes de que las cosas pasaran a mayores, Daniel se interpuso, su cuerpo una barrera entre padre e hijo, su mente más fría.

—Padre… detente. Dejemos que el Alfa Supremo Desayune primero… y suba a sus aposentos a descansar —sugirió Daniel, su voz conciliadora, aunque la tensión era palpable en su propio rostro.

El silencio se volvió tenso, cargado de una electricidad volátil. Héctor frunció el ceño, el gesto de disgusto grabado en su rostro, pero cedió ante la intervención de su hijo mayor.

—Está bien —gruñó, sin apartar la mirada de Ángel, la batalla perdida por ahora.

Daniel ya era Alfa de la manada, un líder respetado. No quería una guerra familiar, menos delante de los otros dos líderes, que observaban cada movimiento. Él también deseaba la paz para su pueblo, la supervivencia de su gente.

Señaló la mesa del comedor, invitando a todos a sentarse, un gesto que intentaba restaurar algo de normalidad.

Los dos líderes de las otras manadas intentaron acercarse a la mesa, sus pasos titubeantes, pero fueron rechazados por una simple mirada de Ángel, un gesto imperceptible que bastó para detenerlos. Él no quería compartir la comida con nadie más. Solo con ellos, con su familia, el público de su cruel espectáculo.

Finalmente, se sentaron a la mesa, los padres de Milagro temieron hacerlo igual que ella.

El ambiente era denso. Cargado. Como si en cualquier momento todo pudiera estallar, como si la mesa fuera un polvorín a punto de ignición.

Daniel se encontraba frente a su hermano… y a la mujer que él presentaba como su futura Luna. Intentaba mantener la compostura, su rostro una máscara de control, pero era casi imposible.

A Daniel el corazón le latía con fuerza, golpeando su pecho con violencia, como un prisionero intentando escapar. Su lobo rugía desesperado dentro de él, empujando por salir, por romper todo, por separar esa imagen frente a sus ojos, esa mujer tan cerca del hombre equivocado.




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