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Estefanía cerró la puerta de la habitación con una suavidad apenas perceptible, el eco de su acto final en la quietud de la habitación. Se volvió hacia Adela, sus ojos brillaban con una mezcla de emoción desbordada y un terror palpable.
—Lo he encontrado... —susurró, su voz apenas un hilo, tan débil que casi se disolvió en el aire—. Mi mate... es Daniel. El Alfa de esta manada.
Adela se quedó paralizada, el impacto la golpeó con la fuerza de un rayo. Sus ojos se abrieron como platos, redondos de asombro, y se tapó la boca con ambas manos, claramente impactada por la revelación.
—¿Qué dijiste? ¿Daniel? —repitió en un murmullo incrédulo, casi inaudible.
Estefanía asintió, su cuerpo tembloroso, invadido por una mezcla de esperanza y desesperación.
—Ángel me lo pidió... me pidió que lo rechazara. Dice que no es parte del plan, que no debe haber nada entre nosotros, que el destino ya está escrito.
Adela negó con la cabeza, la incredulidad tiñendo sus gestos.
—Amiga, no... no puedes hacer eso. Debes obedecer a tu corazón, no a una orden. No lo rechaces, por favor —le suplicó, agarrando sus manos con una fuerza desesperada, intentando infundirle coraje.
Pero Estefanía rompió en llanto, lágrimas que caían como ríos por sus mejillas, un torrente de angustia.
—No puedo. Ángel me lo ha dado todo... me protegió de mi madre, de una vida de oscuridad, me dio un hogar, una razón para vivir. ¿Cómo podría desobedecerlo? Le debo la vida, Adela... todo lo que soy.
—Lo sé, lo sé —dijo Adela, abrazándola con fuerza, tratando de consolarla—. Pero no pagues un bien con un daño irreparable. Daniel no es solo un Alfa, no es solo un hombre, es tu destino, es tu otra mitad, el alma que te complementa. Si lo rechazas, ambos sufrirán un dolor inimaginable. Y no sé si él podrá soportarlo.
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La noche llegó, cargada de una tensión inexpresable. Todos estaban reunidos en el comedor, compartiendo la cena en un ambiente denso, las palabras dichas a medias, las emociones ocultas.
De pronto, Ángel se levantó, su figura dominante, y alzó su copa, el brillo del cristal reflejando la luz tenue.
—Quiero anunciar que mi boda será celebrada en estas tierras en las cuáles vine al mundo, en el lugar de mis orígenes —dijo, su mirada fría y directa a sus padres, un desafío en sus ojos.
Milagro bajó la mirada de inmediato, un nudo se formó en su garganta, tan apretado que le impedía respirar. Su corazón se hizo pedazos al oírlo, cada fragmento una punzada de dolor.
Ángel notó su reacción, la ligera contracción de sus hombros, y una sonrisa satisfecha, cruel, apareció en sus labios. Luego desvió la mirada hacia su hermano, Daniel, cuyo rostro estaba rojo de furia contenida. Verlo así solo aumentó su placer, su sensación de triunfo.
Estefanía esbozaba una sonrisa apagada, una máscara frágil que no engañaba a nadie atento. Nadie imaginaba el torbellino de emociones que llevaba dentro, el nudo en su propio estómago. Estaba a punto de rechazar a su propio mate, a la otra mitad de su alma, por su lealtad al alfa.
—Por supuesto que puedes casarte aquí, hijo, será un honor para nuestra manada —respondió Ángela, forzando una sonrisa, aunque su voz sonaba un poco ahogada.
Su esposo, Héctor, asintió también, aunque su expresión no ocultaba su molestia, la incomodidad palpable en su postura. Estaba visiblemente incómodo al ver a Ángel ocupando su lugar en la mesa, la silla del Alfa, el trono que le pertenecía por derecho.
—Solo es una silla, padre —dijo Daniel en voz baja, intentando calmarlo, su propia tensión apenas contenida.
Su madre también puso una mano sobre la de su esposo, rogándole con la mirada que no hiciera una escena, que no provocara al recién llegado.
En medio de la cena, Ángel se inclinó hacia Estefanía y le susurró algo al oído, sus labios apenas rozando su lóbulo. Daniel lo vio claramente, cada músculo de su mandíbula se tensó. Su sangre hirvió en sus venas. Milagro también lo notó. Verlo tan cerca de Estefanía le dolió, aunque sabía que era por ser su compañero que sentía esa punzada inexplicable en su pecho.
Estefanía fue la primera en levantarse. Hizo una leve reverencia, sus movimientos tensos.
—Con permiso, necesito un poco de aire fresco —dijo con amabilidad forzada, su voz apenas audible.
Se dirigió hacia los jardines. Antes de cruzar el umbral, giró la cabeza y miró a Daniel por unos segundos, sus ojos azules cargados de una profunda tristeza, una despedida silenciosa. Sus miradas se encontraron, sellando un destino.
Minutos después, Daniel se levantó también, con una urgencia que no pudo disimular. Salió por otro acceso, sigilosamente, buscando llegar al jardín por un camino distinto, evitando miradas indiscretas.
Caminó entre los senderos de su infancia, bajo la tenue luz de la luna, hasta verla. Estefanía estaba sentada sobre un banco, su figura frágil, con la vista perdida en la luna, como si buscara respuestas en el cielo.
Ella volteó y al verlo, sonrió con tristeza, una mueca de dolor.
—Te estaba esperando, Alfa. Necesitamos hablar... de algo muy importante, de nuestro destino.
Daniel se sentó a su lado, la hierba fresca bajo sus pies. Su pecho subía y bajaba con fuerza, su corazón martilleaba en sus oídos. Por fin estaba solo con ella, lejos de los mandatos de su hermano, lejos del ruido de las expectativas.
—¿A dónde vas? —Minutos antes Milagro había visto a Daniel salir del comedor, con preocupación. Lo siguió con pasos silenciosos, susurrando su nombre con el pensamiento. Al verlo entrar en los jardines, se ocultó tras unos árboles, las hojas danzando sobre su cabeza, ella quería escuchar su conversación con la bruja.
—Ya veo… ella es tu mate. Por eso has estado tan serio hoy… —pensó observándolos con curiosidad.
Daniel se sentó junto a ella. El silencio se hizo profundo, cargado de una expectativa abrumadora. Estefanía extendió su mano… y él la tomó. Al contacto, una visión vívida e intensa cruzó por su mente: ambos acostados en el césped, acariciándose y riendo, el sol sobre sus rostros. Dos niños de cabello rojizo y ojos verdes corrían por el jardín, gritando con alegría desbordante. Una familia. Una vida. Un futuro.