El Alfa supremo y la Omega

Capítulo 76: La Furia del Mate y el Despertar de la Luna.

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Ángel miró a todos, sus ojos inyectados en sangre, rebosantes de una rabia contenida que amenazaba con explotar. Su pecho subía y bajaba con fuerza, una respiración agitada que apenas contenía la tormenta en su interior, mientras su voz estallaba como un trueno, llenando el salón.

—¡Y no solo eso! —gritó, clavando sus ojos ardientes en sus padres, sus acusaciones como cuchillos—. ¡Ustedes la obligaron a casarse con él! ¡Con el que la rechazó como su mate, el que destrozó su alma! ¿Por qué lo hicieron? ¡La alejaron de la única persona que realmente la amaba! ¡¿Sabían eso?! ¡¿Sabían lo que estaban haciendo?!

Todos voltearon lentamente a ver a Milagro, una figura temblorosa en medio del caos. La joven estaba de pie, las lágrimas deslizándose sin control por su rostro, su máscara de estoicismo rota. Su respiración era entrecortada, cada inhalación un quejido. Su alma, rota en mil pedazos, se exponía ante todos.

—Sí… —susurró con voz temblorosa, alzando la mirada hacia su padre, sus ojos llenos de un dolor ancestral—. Ese hombre… ese hombre que me visitaba como un fantasma en la noche… que me llevaba a casa en silencio, que me cuidaba desde lejos, oculto en las sombras… él era mi verdadero mate. Yo lo amaba sin saberlo, y ahora que lo se, estoy arrepentida de haberles hecho caso.

Un murmullo de incredulidad y horror recorrió el salón, como una corriente eléctrica. María se tapó la boca con la mano, ahogando un sollozo ahogado, el remordimiento grabado en su rostro.

—Por obedecerlos… —continuó Milagro, su voz subiendo de intensidad, una confesión dolorosa— tuve que rechazarlo. No como mate, no con mi alma que le pertenecía, pero sí con mis decisiones, con mis actos. Al elegir a Daniel, a quien ustedes querían para mí… ese otro hombre, mi verdadero vínculo, cambió. Se convirtió en alguien aterrador, en una sombra. En alguien que ha sufrido… en silencio… por mi culpa, por mi indecisión.

Milagro rompió a llorar, un llanto desgarrador que estremeció a todos los presentes, una manifestación de su tormento interno. María y Federico, impulsados por la culpa y el amor, corrieron hacia ella, abrazándola con fuerza, intentando consolarla. Pero al pasar cerca de Ángel, este dio un paso adelante, desatando su furia contenida, su rabia incontrolable.

—¡Todo esto es tu culpa! —gritó, agarrando a Federico del cuello con una fuerza brutal y alzándolo contra la pared, el aire abandonando sus pulmones—. ¡Por tus malditos chantajes! ¡La separaste de mí! ¡Por tus planes, por tu ambición de poder! ¡La obligaste a ser de otro!

Federico luchaba por respirar, con los ojos abiertos por la sorpresa y el pánico. Todo su cuerpo temblaba, sus manos arañando el aire. En su mente solo resonaba una pregunta, una revelación tardía: ¿Ese hombre… ese fantasma que rondaba a su hija… era Ángel?

¿Cómo podría ser eso posible?

—¡Ángel, por favor! —clamaba Milagro, intentando separarlo, su voz un ruego desesperado—. ¡Por favor, suéltalo! ¡Suéltalo! ¡Te lo ruego! ¡Lo vas a matar!

—¡Estás loca! —rugió él, sus ojos rojos de furia—. ¡Debo matarlo! ¡Acabar con esta escoria! ¡Con la raíz de todo!

Pero en ese instante, Milagro se abalanzó sobre él y, con los ojos llenos de dolor y una decisión desesperada, lo besó. Un beso cargado de amor, arrepentimiento y una verdad profunda.

El contacto fue inmediato, explosivo. El aire se volvió pesado, denso, cargado de una energía invisible que envolvió la habitación. Una luz azul, pura y vibrante, brotó de sus cuerpos, como una aurora sagrada, envolviéndolos por completo en su resplandor.

Todos se quedaron inmóviles, paralizados por la visión. Era la unión verdadera. El lazo irrompible entre dos mates destinados desde siempre, sellándose por fin.

Todos entendieron que el compañero de Milagro era Ángel.

Él, con los ojos desorbitados por el impacto, se separó bruscamente, la conexión demasiado abrumadora. Soltó a Federico, quien cayó al suelo tosiendo, jadeando por aire. Luego, empujó a Milagro, haciéndola retroceder unos pasos, su rostro una mezcla de ira y confusión.

—¡No! —gritó, su voz desgarrada—. ¡No quiero enlazar mi vida contigo! ¡No todavía! ¡No así!

La luz desapareció tan rápido como había surgido. El ambiente quedó tenso, cargado, expectante, la promesa de una unión rota.

—Tú debes sufrir —gruñó Ángel, la mirada encendida en rojo fuego, la ira dominándolo—. ¡Por lo que me hiciste! ¡Por haberlo elegido a él! ¡Todos deben pagar! ¡Todos tienen que pagar por lo que me hicieron!

Ángela lo miraba sin poder creerlo. Su hijo… ¿siempre había amado a Milagro? ¿Desde cuándo? ¿Por qué nunca se los dijo? Si lo hubiera hecho… ellos nunca habrían forzado a Milagro a un destino que no le pertenecía, a una vida de miseria.

Entonces, algo le hizo clic en la mente. Jennifer. La bruja. La profecía. Aquella que les dijo que Daniel debía casarse con Milagro para que ella pudiera ser feliz.

Ángela entrecerró los ojos, la confusión y la rabia creciendo en su interior, temblando de ira y duda. —No… —susurró para sí—. ¿Y si… todo esto fue un engaño? ¿Y si Jennifer fue quien alteró todo? ¿Y si nos usó?

Miró a Estefanía con una mezcla de reproche y pánico, una nueva sospecha. Quizás lo hizo para unir a Ángel con su propia hija, para consolidar su poder.

Un grito rompió el silencio tenso. Un hombre, un guardia, entró corriendo al salón, con el rostro desencajado y la voz temblorosa, apenas conteniendo el pánico.

—¡Alfa Héctor! —gritó jadeando, con la respiración agitada—. ¡¿Dónde está el Alfa Daniel?! ¡La manada está siendo atacada!

—¡¿Qué?! —exclamó Héctor, el pánico apoderándose de él.

—¡Los dos Alfas… los que vinieron a conocer al Alfa Supremo! —continuó el guardia, su voz ahogada—. ¡Nos están atacando con sus guerreros! ¡Están avanzando hacia el corazón del territorio!

Un estremecimiento de terror recorrió a todos los presentes. Héctor no lo pensó dos veces, el instinto de Alfa prevaleciendo.




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