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Mientras el jubiloso aullido de la manada celebraba el regreso de Milagro, Estefanía se mantenía en silencio, apartada del bullicio, la mirada perdida en la distancia.
Había perdido a su madre, y aunque sabía que Jennifer era una mujer cruel y manipuladora, la conexión de sangre la mantenía atada a un dolor silencioso. Y ahora, también sentía que estaba a punto de perder a Daniel, su compañero de vida.
Sin que nadie la notara entre la euforia general, se dirigió sola, con pasos decididos pero silenciosos, hacia la habitación donde él seguía inconsciente. Abrió la puerta sin hacer ruido, y lo vio allí, vulnerable, su vida pendiendo de un hilo. Su respiración era irregular, apenas un susurro, su cuerpo inmóvil.
Se acercó con cuidado y tomó su mano entre las suyas, entrelazando sus dedos. Después, colocó la otra sobre su frente, una conexión íntima y desesperada.
—Eres lo único que me queda —susurró con lágrimas desbordándose, un lamento ahogado—. La única esperanza que tengo de un futuro.
Una luz suave, comenzó a brotar de sus manos, irradiando un calor reconfortante. Estefanía no era una bruja sanadora, lo sabía. Y sabía que aquello le costaría muchísimo poder, que su propia esencia se consumiría en el intento. Su alma podría fragmentarse al salvarlo, dejando un vacío inmenso. Pero no le importaba. El amor que sentía por Daniel era más grande que cualquier sacrificio.
Daniel gimió, un sonido apenas audible, y su cuerpo reaccionó, un leve temblor recorriéndolo. Lágrimas brotaron de sus ojos aún cerrados, el dolor y la conciencia mezclándose.
Él abrió los ojos por completo. La vio, rodeada por un resplandor dorado y violeta, una nebulosa de pura energía. Y entonces lo entendió todo. El engaño de Jennifer y todo el dolor de su hermano. Sus ojos se llenaron de lágrimas, al principio de tristeza pero poco a poco se transformaron en lágrimas, de una gratitud abrumadora.
—Estefanía… —susurró débilmente, su voz rasposa—. ¿Qué haces?
—Estoy curándote… por amor —respondió ella, su voz temblaba por el esfuerzo—. Porque no quiero perderte. Perdóname por haberte rechazado y haberte causado este gran dolor.
—Gracias por aceptarme, te amo, Estefanía —dijo, la voz aún débil, pero el sentimiento inmenso—. Pero no deberías sacrificarte de esta manera por mí. Es demasiado.
Estefanía sonrió, una sonrisa luminosa a pesar de la debilidad. —Yo también te amo… relájate y acepta mi pequeña muestra de amor. Espero que me perdones por todo el sufrimiento.
La energía fluyó con más fuerza, un torrente de luz y poder. El vínculo entre ellos, como compañeros destinados, se renovó. No por obligación, no por lazos impuestos por profecías falsas, sino por elección, por un sentimiento real y profundo que había nacido de las cenizas de la tragedia.
Daniel se incorporó, tembloroso, pero con una vitalidad que no había tenido en días. La abrazó con fuerza, con un amor verdadero que lo liberaba de todas las dudas y arrepentimientos pasados. Solo ellos existían en ese abrazo.
La besó en los labios con una mezcla de alivio y amor profundo, un juramento silencioso. Ella lo ayudó a levantarse.
Ambos salieron de la habitación tomados de la mano. Estefanía ya no brillaba con el resplandor de la magia. Sus ojos, antes chispeantes con poder, no resplandecían con la misma intensidad. Había perdido gran parte de su magia, su esencia, pero había ganado algo infinitamente más valioso: el corazón del hombre al que amaba, una conexión irrompible.
Ángela, al ver a su hijo de pie, recuperado, corrió hacia él y lo abrazó con fuerza, llorando de felicidad, sus lágrimas regando su rostro.
—¡Daniel! Estás vivo… mi niño… —murmuró, acunándolo.
Héctor también lo rodeó con sus brazos, incapaz de contener las lágrimas, una muestra de alivio y gratitud.
Federico, al ver a Milagro de pie al lado de Ángel, ya recuperada, se acercó y se arrodilló, la culpa pesando en sus hombros.
—Hija… si solo te hubiera escuchado… si solo te hubiera preguntado quién era ese muchacho que te hacía sonreír… todo habría sido diferente.
Milagro lo miró con ternura, una comprensión profunda en sus ojos en su mirada ya no había odio, ni rencor. Solo aprendizaje… y un perdón incondicional.
—Levante padre, —Milagro lo ayudó a ponerse de pies y apenas lo tuvo enfrente lo abrazó.
La sala entera guardó un silencio reverente. Porque en medio del caos, en medio del dolor y la sangre, había nacido algo nuevo: amor verdadero, redención… y una paz que se sentía milagrosa.
La anciana Samanta, después de haber absorbido toda la esencia oscura de Jennifer, comenzó a cambiar. Su figura, antes encorvada, comenzó a elevarse, como si la esencia misma de la magia la estuviera transformando ante los ojos de todos.
Su piel se tornó de un blanco inmaculado, puro como la nieve recién caída. Su cabello, largo y negro como la noche más profunda, fluyó sobre sus hombros, y sus ojos se iluminaron con un tono azul tan profundo que parecía reflejar los cielos mismos. Se volvió una figura imponente, alta, hermosa, y algo que jamás se había visto en la tierra… casi divina, un ser de luz.
Pero a pesar de su poder indescriptible, Samanta se inclinó respetuosamente ante Ángel, el Alfa Supremo, un gesto de reconocimiento a su destino.
Milagro y Ángel, aunque asombrados por su transformación, respetaron su humildad y permitieron que ella se acercara. El ambiente parecía cambiar, la atmósfera se volvía más densa con cada paso que ella daba, un halo de respeto y poder emanaba de su presencia, envolviendo a todos.
Samanta se acercó hasta Milagro, con la misma humildad con la que se acercó a Ángel, y le pidió la mano. Milagro, sin dudar, la ofreció, entrelazando sus dedos. A continuación, Samanta extendió la mano hacia Ángel, quien también, con respeto, la tomó, formando un triángulo de energía. Con ambas manos entrelazadas, Samanta colocó su frente sobre la de Ángel.