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El cielo estaba despejado, un lienzo inmaculado donde el sol, como un pintor divino, comenzaba a ocultarse en el horizonte, tiñendo el firmamento de tonos dorados, rosados y violetas.
Una suave brisa, cargada de la promesa de la noche, recorría los campos cubiertos de flores silvestres, y el aroma dulzón de la lavanda llenaba el aire. Todo estaba listo, la atmósfera vibraba con una expectación sagrada.
En el centro de un claro bañado por la luz del atardecer, rodeado de árboles milenarios que parecían guardianes silenciosos, un altar blanco, decorados con enredaderas frescas y una lluvia de pétalos de rosas, se alzaban majestuosos frente a la manada reunida.
Aquello no era solo una ceremonia nupcial… era el renacimiento de un linaje, la curación de un pueblo herido, la celebración de un amor verdadero que había triunfado sobre la oscuridad.
Milagro, deslumbrante en un vestido azul claro que flotaba con el viento, caminaba lentamente del brazo de su padre, su rostro una mezcla de serenidad y desbordante felicidad. Sus ojos brillaban como estrellas, y su sonrisa, pura y suave, iluminaba el camino. Frente a ella, Ángel, imponente en una túnica ceremonial blanca con bordes dorados, la esperaba con el corazón latiendo como un tambor tribal, nunca antes tan lleno de anticipación.
A su lado, Daniel, impecable en su traje de Alfa del Este, negro como la noche, tenía la mirada clavada en la otra novia que se acercaba: Estefanía, envuelta en un vestido crema con delicados detalles plateados, tan hermosa y resplandeciente como la luna misma, caminaba con una elegancia serena, del brazo del Alfa Héctor, su padre adoptivo, quien la miraba con orgullo.
Frente a ellos, entre los dos altares que simbolizaban un nuevo comienzo, se encontraba Samanta, la bruja sabia y justa, ahora ataviada con ropajes ceremoniales bordados con hilos de plata y polvo de luna. Su presencia irradiaba una paz profunda, una conexión con el universo que nadie podía ignorar.
Cuando ambas novias llegaron al frente, los cuatro se tomaron de las manos, formando una línea perfecta, un círculo de promesas.
—Hoy no celebramos solo una unión, sino dos almas gemelas que se encontraron en medio del caos —dijo Samanta con voz clara y suave, resonando en el silencio reverente—. Dos historias tejidas por el destino y la resiliencia, dos corazones que eligieron el amor, la redención, aún en medio del dolor y la adversidad más profunda.
El viento acarició suavemente los rostros de todos, como una bendición, y el silencio fue absoluto, cada alma concentrada en el momento.
Ángel miró a Milagro, sus ojos llenos de una ternura infinita. Tomó sus manos, sintiendo la calidez de su piel, y con una voz firme, pero llena de una emoción contenida, dijo:
—Prometo amarte en todas tus formas. En tu luz y en tu sombra, en cada paso de este camino. Eres mi guía, mi equilibrio, mi hogar. Para ti, no soy el Alfa Supremo, simplemente tu esposo, tu compañero.
Milagro contuvo las lágrimas que amenazaban con desbordarse y respondió, su voz apenas un susurro cargado de promesas:
—Y yo te elijo, Ángel. Como mi mate, como mi compañero de vida, como el guardián de mis días y el refugio de mis noches. Te prometo caminar contigo por esta vida… y más allá, por toda la eternidad.
Luego Daniel acarició la mejilla de Estefanía con delicadeza, sus ojos reflejando una gratitud inmensa.
—Yo, Daniel, te prometo ser tu escudo inquebrantable, tu refugio seguro y tu fuerza en los momentos de debilidad. Gracias por enseñarme a confiar de nuevo, a amar sin reservas. Mi vida es tuya, desde ahora y para siempre.
Estefanía respiró hondo, un suspiro tembloroso, y con una lágrima solitaria deslizándose por su mejilla, susurró:
—Gracias por amarme con mis heridas, por ver más allá de mi pasado. Prometo sanar a tu lado, reír contigo, luchar contigo, y nunca, jamás, soltar tu mano.
Samanta extendió los brazos, y pronunció las palabras antiguas que sellaban la unión, un eco de siglos de magia y tradición:
—Por la luna que guía a los lobos, por el sol que enciende el alma de la tierra, y por la sangre de los antepasados que corren en sus venas… los declaro unidos por la eternidad. Que su amor no tenga fin. Que sus caminos florezcan con bendiciones y sus noches ardan de pasión y ternura. ¡Que así sea!
Los aplausos llenaron el claro, rompiendo el hechizo del silencio, resonando con alegría. Algunos lloraban lágrimas de emoción y alivio. Otros se abrazaban, compartiendo la dicha. El aire mismo parecía vibrar, celebrando los nuevos lazos.
Daniel y Estefanía se miraron por última vez antes de partir. Con una sonrisa cómplice, un entendimiento profundo que no necesitaba palabras, se tomaron de la mano y emprendieron camino hacia las montañas, donde pasarían su noche de bodas bajo las estrellas, rodeados por los susurros del bosque y el canto melancólico de los búhos.
Allí, en la intimidad de una cabaña rústica, el fuego de su amor ardió lento y profundo, mientras sus almas se entrelazaban más allá de lo físico.
Ángel y Milagro montaron un auto blanco, decorado con flores, que los llevó hasta la orilla del mar. La luna, ya alta en el cielo, se reflejaba en el agua como un camino de plata, y las olas parecían cantar una melodía sagrada, el arrullo de la eternidad.
Allí, en una playa virgen, construida especialmente por la manada para su Alfa Suprem, se resguardaron en una cabaña de madera donde solo el sonido rítmico del mar y el latir acompasado de sus corazones se escuchaba. Ángel acarició el rostro de Milagro, sus dedos trazando cada contorno, y ella apoyó su frente en la suya, en un gesto de profunda conexión.
—Te amo —dijo ella, con voz suave, cada palabra un eco de su alma.
—Y yo a ti mi pequeña Omega—susurró él, cerrando los ojos, abrazándola fuerte, sintiendo que por fin estaba completo.