Sophia.
Dejar esta manada, donde tengo toda mi vida hecha, ha sido la decisión más dolorosa que he tenido que aceptar. Dejo atrás a los pocos amigos que logré tener —todos omegas como yo—, aunque no dejo a ningún gran amor, ya que la Diosa Luna todavía no me ha permitido enamorarme ni encontrar a mi pareja destinada. Ahora me toca cambiar de vida, de entorno, de alfa y de manada. Todo sería más fácil si mi hermano no hubiera sido rechazado por la futura alfa. Pero cuando eres de un rango menor y el destino te une con alguien de un rango superior, la posibilidad de ser aceptado es muy baja.
Terminé de cerrar mi última maleta y observé mi habitación vacía. Todo ya estaba en el camión de mudanza. Tomé el cuadro que yo misma pinté: una luna llena rojo carmesí. Lo extraño es que apareció en uno de mis sueños. Esa luna, según las leyendas, solo sale una vez por siglo. ¿Por qué habría de soñarla?
Mi padre entró a la habitación para preguntarme si ya estaba lista. Con un nudo en la garganta, solo pude asentir. No me despediré de mis amigos, ya lo hice antes y, según las reglas de la Manada Sombra Salvaje, cualquiera que hablé con un rechazado puede ser expulsado.
Mi padre y mi hermano mayor cargaron mis maletas, pesadas por más que lo intenté. Yo salí con el retrato en brazos. Al dejar la habitación, miré por última vez el pasillo de la casa que mis padres construyeron con tanto esfuerzo. Aquí está toda mi infancia. Recordé a una niña pelirroja —yo— jugando en ese pasillo con mis hermanos gemelos, mientras mamá cocinaba y papá leía el periódico. Las lágrimas nublaron mi vista al bajar las escaleras. Me dolía abandonar ese hogar.
—Si ya todo está listo es hora de irnos. — dijo mi padre, David Wilson, un lobo omega de 59 años, con su cabello rojizo, rizado, ojos azules y alto de piel blanca. Mis hermanos y yo heredamos su cabello.
—Sé que tienen una vida hecha aquí, pero si la Diosa Luna nos ha guiado a esto, debemos aceptarlo. — añadió mi madre intentando calmar el corazón herido de mi hermano mayor, Simón.
Sharon Wilson, una loba omega de 57 años, con su cabello castaño oscuro lacio, ojos verdes y baja estatura de piel blanca. Mis hermanos y yo heredamos sus hermosos ojos.
—No extrañaré este lugar. Solo me da asco. Vámonos ya. — murmuró Simón con rabia. Mi mirada se cruzó con la de Samuel, su hermano gemelo. Él sentía el mismo dolor, aunque no lo dijera.
Mi padre nos indicó que subiéramos al auto. Me senté en el medio, entre mis hermanos, mientras mis padres iban al frente y el camión de mudanza nos seguía. Al salir de nuestra antigua manada, observé por la ventana. Pasamos por la zona de los omegas, luego por la de los betas, y por último la de los alfas. En la Manada Sombra Salvaje las clases estaban separadas. Para ellos, una familia omega que se va representa una carga menos.
Mi madre fue empleada doméstica en la mansión del alfa; mi padre, su chofer personal; mis hermanos, guerreros. Yo solo estudiaba, esperando el día en que decidiera a quién servir hasta mi muerte.
Horas más tarde, la lluvia cayó suave sobre el techo del auto. Fue entonces cuando vi por primera vez la Manada Luna de Plata. El bosque era más denso, más salvaje que cualquiera que hubiera visto. Los árboles susurraban entre ellos, como si guardaran secretos antiguos. Sentí una conexión extraña, profunda. Como si ese bosque fuera parte de mí. Mi piel se erizó. El viento frío soplaba por la ventana y mis hermanos dormían, con sus cabezas apoyadas en mis hombros.
—Llegamos. — anunció mi padre al detenerse frente a una cabaña mucho más grande que la anterior. Desperté a mis hermanos y bajamos.
A nuestro alrededor, miembros de la manada nos observaban. Una chica rubia me sonrió y levantó la mano. Le respondí con el mismo gesto. Algo en ella me transmitía confianza. Sentí que podríamos llegar a ser amigas. Aún con el retrato en brazos, entré a mi nuevo hogar. Era más bonito que el anterior.
Descargamos nuestras pertenencias. Mis padres nos pidieron organizarnos y nos recordaron que a las 7:30 p.m. debíamos estar listos para ir a la mansión del alfa. Aunque los guerreros nos dieron permiso para entrar, el alfa debía conocernos oficialmente.
—¡Yo tomaré la habitación más grande! — gritó Samuel subiendo las escaleras, seguido por Simón. Ya no compartirían cuarto, la cabaña tenía más espacio.
—Recuerden que la habitación matrimonial es nuestra. — gritó mamá. —Ve, amor, elige tu habitación antes de que te quedes sin una buena. — me dijo sonriente.
Fui hacia el pasillo izquierdo. Mis hermanos ya habían ocupado las mejores. La que quedaba era más pequeña, pero cómoda y privada. Perfecta para mí. Organicé mi ropa por colores, como me gusta —me gusta el orden—. Coloqué mi pintura de la luna roja carmesí frente a mi cama, para verla al despertar y al dormir.
Minutos después terminó de organizar un poco mi habitación y entre mis vestidos elegí mi vestido favorito: celeste, con hombros descubiertos y una abertura en la pierna, es perfecto. Me fui a bañar antes de que mis hermanos lo ocuparan, tardan cuando ocupan el baño.
Abro la ducha y cae el agua fría —gusta el agua fría—. Sentí cómo me erizaba la piel mientras el agua corría por mi cuerpo. Luego, envuelta en toallas, salí y me topé con Samuel, quien me hizo una mueca. Respondí con otra y reímos. Camino a mi habitación entro y cerré la puerta, con mi cuerpo seco y perfumado con crema corporal, pasta de desodorante y perfume, me vestí, el vestido se ajusta a la perfección en mi cuerpo delicado.
Veo mi cabello rizado un poco húmedo, y sin tomar importancia de qué tipo de peinado hacerme decidí dejar mi cabello pelirrojo al natural. No me gusta alisarlo, aunque mamá diga que me queda hermoso, para mi tenerlo rizo es mucho más hermoso.
Ya lista, bajé. El vestido me llegaba hasta los tobillos. Usaba converse blanco, aunque sé que no combinaban bien. Pero me gusta usar tenis deportivos en vez de unas zapatillas altas o bajas.